Efilio
Forer@ Senior
Sin verificar
Queridos amigos, me he permitido la licencia de entresacar unas líneas de Elegía de Philip Roth. No sé cómo explicarlo, pero me transmitió una sensación al leerlo que no podía dejar de compartirlo con vosotros. Seguro que me entendéis. Espero que os guste.
Un fuerte abrazo. Efilio.
“Alrededor de la tumba, en el ruinoso cementerio, estaban algunos de sus antiguos colegas publicitarios de Nueva York, que recordaron su energía y su originalidad y le dijeron a su hija, Nancy, que trabajar con él había sido un gran placer.
(…). Yo era el hermano convencional. Una vez al mes nuestro padre ponía un pequeño anuncio en el Elizabeth Journal. En la época de las fiestas, entre Acción de Gracias y Navidad, lo ponía una vez a la semana: "Use su viejo reloj para el primer pago de uno nuevo". Todos esos viejos relojes que acumulaba, la mayor parte sin posibilidad de reparación, estaban amontonados en un cajón, en la trastienda. Mi hermano pequeño se pasaba horas allí sentado, haciendo girar las manecillas, oyendo el tictac, si aún funcionaban, y examinando el aspecto de cada esfera y cada caja. Eso era lo que hacía funcionar al muchacho. Un centenar, dos centenares de relojes entregados como pago inicial, y el cajón entero probablemente no valía más de diez dólares, pero para el artista en ciernes aquel cajón lleno de relojes en la trastienda era un cofre del tesoro. Solía llevarlos… siempre llevaba algún reloj sacado de aquel cajón. Uno de los que funcionaban. Y los que trataba de poner en marcha, porque le gustaban, los toqueteaba en vano… generalmente los estropeaba más de lo que estaban. En cualquier caso, así empezó a usar las manos para llevar a cabo tareas meticulosas.
(…). Cuando murió nuestro padre mi hermano me preguntó si me importaba que se quedase con su reloj. Era un Hamilton, fabricado en Lancaster, Pensilvania, y, según el experto, el jefe, el mejor reloj que el país jamás había producido. Cada vez que vendía uno, nuestro padre nunca dejaba de asegurarle al cliente que no se había equivocado. "Mire, yo también llevo uno. Un reloj respetadísimo, este Hamilton. A mi modo de ver, el principal reloj de fabricación norteamericana, sin excepción." Setenta y nueve con cincuenta, si mal no recuerdo. Todo lo que se vendía en aquel entonces tenía que acabar en cincuenta. El Hamilton tenía una gran reputación. Desde luego, era un reloj con clase, a mi padre le encantaba el suyo, y cuando mi hermano me dijo que le gustaría quedárselo me alegré mucho.
(…) el viejo Hamilton de mi padre cuya corona había que girar cada mañana y de la que se tiraba hacia fuera para mover las manecillas… excepto cuando nadaba, mi hermano lo llevaba de día y de noche. Se lo quitó para siempre hace tan solo cuarenta y ocho horas. Se lo dio a la enfermera para que lo guardara en lugar seguro mientras se sometía a la operación que acabó con él. Esta mañana, camino del cementerio, mi sobrina Nancy me ha mostrado que ha hecho otro agujero en la correa y ahora es ella quien puede saber la hora gracias al Hamilton”.
Un fuerte abrazo. Efilio.
“Alrededor de la tumba, en el ruinoso cementerio, estaban algunos de sus antiguos colegas publicitarios de Nueva York, que recordaron su energía y su originalidad y le dijeron a su hija, Nancy, que trabajar con él había sido un gran placer.
(…). Yo era el hermano convencional. Una vez al mes nuestro padre ponía un pequeño anuncio en el Elizabeth Journal. En la época de las fiestas, entre Acción de Gracias y Navidad, lo ponía una vez a la semana: "Use su viejo reloj para el primer pago de uno nuevo". Todos esos viejos relojes que acumulaba, la mayor parte sin posibilidad de reparación, estaban amontonados en un cajón, en la trastienda. Mi hermano pequeño se pasaba horas allí sentado, haciendo girar las manecillas, oyendo el tictac, si aún funcionaban, y examinando el aspecto de cada esfera y cada caja. Eso era lo que hacía funcionar al muchacho. Un centenar, dos centenares de relojes entregados como pago inicial, y el cajón entero probablemente no valía más de diez dólares, pero para el artista en ciernes aquel cajón lleno de relojes en la trastienda era un cofre del tesoro. Solía llevarlos… siempre llevaba algún reloj sacado de aquel cajón. Uno de los que funcionaban. Y los que trataba de poner en marcha, porque le gustaban, los toqueteaba en vano… generalmente los estropeaba más de lo que estaban. En cualquier caso, así empezó a usar las manos para llevar a cabo tareas meticulosas.
(…). Cuando murió nuestro padre mi hermano me preguntó si me importaba que se quedase con su reloj. Era un Hamilton, fabricado en Lancaster, Pensilvania, y, según el experto, el jefe, el mejor reloj que el país jamás había producido. Cada vez que vendía uno, nuestro padre nunca dejaba de asegurarle al cliente que no se había equivocado. "Mire, yo también llevo uno. Un reloj respetadísimo, este Hamilton. A mi modo de ver, el principal reloj de fabricación norteamericana, sin excepción." Setenta y nueve con cincuenta, si mal no recuerdo. Todo lo que se vendía en aquel entonces tenía que acabar en cincuenta. El Hamilton tenía una gran reputación. Desde luego, era un reloj con clase, a mi padre le encantaba el suyo, y cuando mi hermano me dijo que le gustaría quedárselo me alegré mucho.
(…) el viejo Hamilton de mi padre cuya corona había que girar cada mañana y de la que se tiraba hacia fuera para mover las manecillas… excepto cuando nadaba, mi hermano lo llevaba de día y de noche. Se lo quitó para siempre hace tan solo cuarenta y ocho horas. Se lo dio a la enfermera para que lo guardara en lugar seguro mientras se sometía a la operación que acabó con él. Esta mañana, camino del cementerio, mi sobrina Nancy me ha mostrado que ha hecho otro agujero en la correa y ahora es ella quien puede saber la hora gracias al Hamilton”.