SusanGal
Forer@ Senior
Sin verificar
Tenía como unos 4 o 5 años. Por aquel tiempo en España no había autopistas. Unos años antes un hermano de mi padre, el quinto de seis, había emigrado a Suiza para ganarse la vida y en aquel entonces mis padres con mi hermano y conmigo decidieron ir a visitarlo. Yo no lo recuerdo pero debimos de tardar un día en hacer ese camino, Bilbao - Ginebra.
De allí se volvió con nosotros un objeto que nos tenía embelesados. Nunca faltábamos a nuestra cita. Era un reloj de cuco.
Lo colgaron en la pared del pasillo, encima de un espejo y enfrente de la puerta de la cocina. Cada 30 min salía a cantar aquel pajarito mágico. Encima de la puerta de su casita, una banderita roja con una cruz blanca.
Allí, plantados como clavos, nos colocábamos los dos, mirando hacia arriba, esperando el instante en el que la puertita se abría y salía a cantar. Adorábamos las horas largas... Era un drama cuando se paraba, dejaba de cantar. Tenía dos pesas, mi padre las subía con cuidado. Él era el jefe supremo que le daba cuerda. Ver cómo lo hacía era el otro momento más esperado de nuestro día.
Desde que me marché de mi casa quiero un reloj de cuco en la mía. Los años pasan y las necesidades cambian, nunca he encontrado el momento para comprar uno. Llegan los hijos, los colegios, mudanzas, universidades, cambios de trabajo....
Así que el deseo sigue ahí. Es uno de esos que se cumplirá o no. Tampoco hace falta. Tenerlo hace inolvidable una etapa maravillosa, aquel momento de mi infancia. Quizás si lo cumpliera desaparecería ese momento congelado en mi memoria. Por ahora, sigue ahí.
PD. El reloj de cuco está en mi casa. Ya no está en la pared, ni siquiera conservamos aquel piso de mi infancia. Nadie le da cuerda desde hace años, nadie lo escucha. A veces solo con recordar es suficiente.
PD2. No es un reloj que se lleva puesto, pero es la historia de un reloj especial, de la España de los setenta cuando aquí no llegaban aún los relojes especiales.
De allí se volvió con nosotros un objeto que nos tenía embelesados. Nunca faltábamos a nuestra cita. Era un reloj de cuco.
Lo colgaron en la pared del pasillo, encima de un espejo y enfrente de la puerta de la cocina. Cada 30 min salía a cantar aquel pajarito mágico. Encima de la puerta de su casita, una banderita roja con una cruz blanca.
Allí, plantados como clavos, nos colocábamos los dos, mirando hacia arriba, esperando el instante en el que la puertita se abría y salía a cantar. Adorábamos las horas largas... Era un drama cuando se paraba, dejaba de cantar. Tenía dos pesas, mi padre las subía con cuidado. Él era el jefe supremo que le daba cuerda. Ver cómo lo hacía era el otro momento más esperado de nuestro día.
Desde que me marché de mi casa quiero un reloj de cuco en la mía. Los años pasan y las necesidades cambian, nunca he encontrado el momento para comprar uno. Llegan los hijos, los colegios, mudanzas, universidades, cambios de trabajo....
Así que el deseo sigue ahí. Es uno de esos que se cumplirá o no. Tampoco hace falta. Tenerlo hace inolvidable una etapa maravillosa, aquel momento de mi infancia. Quizás si lo cumpliera desaparecería ese momento congelado en mi memoria. Por ahora, sigue ahí.
PD. El reloj de cuco está en mi casa. Ya no está en la pared, ni siquiera conservamos aquel piso de mi infancia. Nadie le da cuerda desde hace años, nadie lo escucha. A veces solo con recordar es suficiente.
PD2. No es un reloj que se lleva puesto, pero es la historia de un reloj especial, de la España de los setenta cuando aquí no llegaban aún los relojes especiales.