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The Beater Man
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El ser humano tiene una capacidad innata de combinar utilidad con estética hasta el punto de que la segunda supera con creces a la primera llegando hasta límites insospechados. Si el homo sapiens se ha convertido en quien es, para lo bueno y para lo malo, es precisamente por ese desarrollo del intelecto que ha hecho que nuestra especie prevalezca sobre las demás que habitan en este planeta. Y unida a la inteligencia está nuestra capacidad artística que nos lleva a ver lo bello en un objeto que no debería de tener más importancia que su simple función efectiva.
Y así sucede, por ejemplo, con los relojes.
No es mi intención hacer una cronología histórica sobre sus orígenes porque para eso ya hay compañeros muy versados en el tema. Sin embargo, me gustaría reflexionar en la idea de cómo un utensilio que nació para medir la hora se ha convertido en objeto de culto impregnado en nuestra sociedad y símbolo de clase social, añadiendo además rasgos de personalidad, actividades diarias o aficiones.
La inmensa mayoría de los que pululamos por este foro somos buenos aficionados, algunos coleccionistas, otros acaparadores de relojes sin mayor pretensión que poseer aquellas piezas que se nos antojan. La realidad es que poca gente necesita más de un reloj para su día a día, con la excepción de ciertas actividades extremas como submarinismo o alpinismo en alta montaña donde se requieren ciertos parámetros que nos resultan útiles.
Pero entonces, ¿Qué nos impulsa a seguir comprando?
Una respuesta bien plausible podría ser que somos el resultado de un estilo de vida capitalista en el que priva la cantidad por encima de la calidad.
Sin embargo, mi reflexión va por otros derroteros.
Esa capacidad para admirar la belleza de la que hablaba al comienzo bien podría ser la fuente inagotable que nos impulsa a ver más allá del simple objeto práctico y disfrutar deleitándonos con una simple mirada de una sensación que para cada uno de nosotros será diferente.
Valorar si algo nos gusta o no es un concepto individual, ya que la belleza se basa en las percepciones y como tales están sujetas a un proceso químico en nuestro cerebro que hace que nos sintamos atraídos por tal o no.
El David de Miguel Ángel es el prototipo de la belleza masculina en la Grecia clásica, pero muchos podrían decir que no hay para tanto.
Miró está considerado como un pintor vanguardista que expresa un universo personal con una simplicidad pasmosa. Sin embargo, he oído decir infinidad de veces que eso lo hace cualquiera.
Bach está considerado como el máximo exponente del barroco y símbolo de la complejidad en la música clásica. No obstante, algunos entendidos lo descartan en favor de otros compositores más asequibles.
Cuando alguien contempla un reloj, percibe una cantidad de estímulos que pueden diferir notablemente de los que otra persona reciba. Un dial limpio puede parecer sublime para unos y aburrido para otros. Los colores contribuirán a potenciar la atracción o rechazo, e incluso las modas pueden variar nuestras opiniones sobre los gustos adquiridos y de repente gustarnos un dial púrpura que antes considerábamos chillón.
¿Qué decir del tamaño? Ese es uno de los temas más recurrentes en muchas conversaciones, donde dependiendo de la época se ha pasado desde medidas pequeñas en muñecas de varones hasta gigantescas. Hoy en día es muy común ver como los Smart watch deportivos tipo Garmin, Suunto o Polar lucen en muñecas masculinas o femeninas sin tener en cuenta los arquetipos del buen gusto implantados a través de los años.
Y es que, si bien las normas son artificiales y son algo impuesto por una sociedad determinada, la percepción de lo bello es innato y exclusivo de cada individuo. Decir que algo es bonito o no depende del ojo del observador. Si no fuera así, el arte no habría evolucionado desde el realismo al abstracto o al vanguardista urbano.
Hay un concepto aprendido y enseñado sobre lo que está considerado bello, pero no es único. A menudo veo relojes que me parecen espantosos, pero que alguien evidentemente ha diseñado y el público comprado. También sucede lo mismo con las historias que leemos en libros, la música que escuchamos, o la pintura y escultura que observamos.
Afortunadamente, cada uno opina lo que opina, porque en caso contrario la vida sería monótona, lineal y aburrida.
Y entonces aparecemos nosotros, los aficionados, y nos dedicamos a admirar cada nueva propuesta que las marcas sacan al mercado. Analizamos los componentes, el tipo de acero, el cierre del brazalete, la comodidad en la muñeca, el peso, la precisión del movimiento y varias decenas de puntos más que hace que nuestro raciocinio entre en batalla con algo más fundamental: ¿me gusta o no me gusta? Porque lo que es evidente es que, si una pieza no entra por los ojos, no se compra o por lo menos cuesta mucho más tomar la decisión. Al final, eso es lo que va a alimentar nuestra comprensión del reloj en cuestión cuando lo miremos mil veces al día. Es verdad que existen los intangibles, aquello que no está a la vista, pero de lo que somos conscientes y que ayudan a formar un todo. Sin embargo, si no entra por los ojos, difícil será que nos llene.
Y las marcas lo saben, y tratan de estimularnos constantemente con un nuevo diseño, o una variante del dial, del inserto, de la inclinación de las asas o de lo que se les ocurra. Van con las modas, o fabrican las modas para hacernos caer de nuevo en la tentación y pecar y pecar. Y al final, pecas y compras. Y la caja tiene un nuevo invitado. Y así por los siglos de los siglos, amén.
De todas formas, ¿Qué se puede hacer? Somos volubles, nos atrae la belleza, la novedad. Está en nuestra condición humana y por eso, aunque la razón nos diga que no tiene sentido tener veinte relojes en casa, los miramos al acabar el día y pensamos en lo felices que nos hacen.
Y así sucede, por ejemplo, con los relojes.
No es mi intención hacer una cronología histórica sobre sus orígenes porque para eso ya hay compañeros muy versados en el tema. Sin embargo, me gustaría reflexionar en la idea de cómo un utensilio que nació para medir la hora se ha convertido en objeto de culto impregnado en nuestra sociedad y símbolo de clase social, añadiendo además rasgos de personalidad, actividades diarias o aficiones.
La inmensa mayoría de los que pululamos por este foro somos buenos aficionados, algunos coleccionistas, otros acaparadores de relojes sin mayor pretensión que poseer aquellas piezas que se nos antojan. La realidad es que poca gente necesita más de un reloj para su día a día, con la excepción de ciertas actividades extremas como submarinismo o alpinismo en alta montaña donde se requieren ciertos parámetros que nos resultan útiles.
Pero entonces, ¿Qué nos impulsa a seguir comprando?
Una respuesta bien plausible podría ser que somos el resultado de un estilo de vida capitalista en el que priva la cantidad por encima de la calidad.
Sin embargo, mi reflexión va por otros derroteros.
Esa capacidad para admirar la belleza de la que hablaba al comienzo bien podría ser la fuente inagotable que nos impulsa a ver más allá del simple objeto práctico y disfrutar deleitándonos con una simple mirada de una sensación que para cada uno de nosotros será diferente.
Valorar si algo nos gusta o no es un concepto individual, ya que la belleza se basa en las percepciones y como tales están sujetas a un proceso químico en nuestro cerebro que hace que nos sintamos atraídos por tal o no.
El David de Miguel Ángel es el prototipo de la belleza masculina en la Grecia clásica, pero muchos podrían decir que no hay para tanto.
Miró está considerado como un pintor vanguardista que expresa un universo personal con una simplicidad pasmosa. Sin embargo, he oído decir infinidad de veces que eso lo hace cualquiera.
Bach está considerado como el máximo exponente del barroco y símbolo de la complejidad en la música clásica. No obstante, algunos entendidos lo descartan en favor de otros compositores más asequibles.
Cuando alguien contempla un reloj, percibe una cantidad de estímulos que pueden diferir notablemente de los que otra persona reciba. Un dial limpio puede parecer sublime para unos y aburrido para otros. Los colores contribuirán a potenciar la atracción o rechazo, e incluso las modas pueden variar nuestras opiniones sobre los gustos adquiridos y de repente gustarnos un dial púrpura que antes considerábamos chillón.
¿Qué decir del tamaño? Ese es uno de los temas más recurrentes en muchas conversaciones, donde dependiendo de la época se ha pasado desde medidas pequeñas en muñecas de varones hasta gigantescas. Hoy en día es muy común ver como los Smart watch deportivos tipo Garmin, Suunto o Polar lucen en muñecas masculinas o femeninas sin tener en cuenta los arquetipos del buen gusto implantados a través de los años.
Y es que, si bien las normas son artificiales y son algo impuesto por una sociedad determinada, la percepción de lo bello es innato y exclusivo de cada individuo. Decir que algo es bonito o no depende del ojo del observador. Si no fuera así, el arte no habría evolucionado desde el realismo al abstracto o al vanguardista urbano.
Hay un concepto aprendido y enseñado sobre lo que está considerado bello, pero no es único. A menudo veo relojes que me parecen espantosos, pero que alguien evidentemente ha diseñado y el público comprado. También sucede lo mismo con las historias que leemos en libros, la música que escuchamos, o la pintura y escultura que observamos.
Afortunadamente, cada uno opina lo que opina, porque en caso contrario la vida sería monótona, lineal y aburrida.
Y entonces aparecemos nosotros, los aficionados, y nos dedicamos a admirar cada nueva propuesta que las marcas sacan al mercado. Analizamos los componentes, el tipo de acero, el cierre del brazalete, la comodidad en la muñeca, el peso, la precisión del movimiento y varias decenas de puntos más que hace que nuestro raciocinio entre en batalla con algo más fundamental: ¿me gusta o no me gusta? Porque lo que es evidente es que, si una pieza no entra por los ojos, no se compra o por lo menos cuesta mucho más tomar la decisión. Al final, eso es lo que va a alimentar nuestra comprensión del reloj en cuestión cuando lo miremos mil veces al día. Es verdad que existen los intangibles, aquello que no está a la vista, pero de lo que somos conscientes y que ayudan a formar un todo. Sin embargo, si no entra por los ojos, difícil será que nos llene.
Y las marcas lo saben, y tratan de estimularnos constantemente con un nuevo diseño, o una variante del dial, del inserto, de la inclinación de las asas o de lo que se les ocurra. Van con las modas, o fabrican las modas para hacernos caer de nuevo en la tentación y pecar y pecar. Y al final, pecas y compras. Y la caja tiene un nuevo invitado. Y así por los siglos de los siglos, amén.
De todas formas, ¿Qué se puede hacer? Somos volubles, nos atrae la belleza, la novedad. Está en nuestra condición humana y por eso, aunque la razón nos diga que no tiene sentido tener veinte relojes en casa, los miramos al acabar el día y pensamos en lo felices que nos hacen.