Noche oscura y tormentosa
tan achispado iba Antón
que cayó de un tropezón
por la senda barrancosa.
Lanzó recio juramento
diciendo: “¿Quién se cayó?”
y en la pared de un convento
resonaba el eco: “—Yo”.
—¡Mientes: soy yo que caí
y si el casco me rompí
tendré que gastar pelucas.
—Lucas.
—No soy Lucas, ¡voto a Dios!,
que nos vamos a ver los dos
pronto, señor farsantón.
—Antón.
—¿Me conoces, eh, tunante?
pues aguárdame un instante:
conocerás mi navaja.
—Baja.
—Bajaré con mucho gusto,
¿te figuras que me asusto?
Al contrario, más me exalto.
—Alto.
—¡Alto yo? ¿piensa el osado
que cien lauros que he ganado
hoy con mengua los marchito?
—Chito.
—¿Y se atreve el insolente
mandar callar a un valiente?
¿que calle yo, miserable!
—Hable.
—¡Vaya no!, ¿qué no hablaría
hasta que tu lengua impía
con este acero taladre?
—Ladre.
—¿Ladrar!, ¿soy perro quizás?
¿Dónde, villano, do estás
que de no verte me aburro?
—Burro.
—¿Yo burro!, insulto tamaño
vengaré de un modo extraño
que el sitio me es oportuno.
—Tuno.
—Mas, ¿dónde está el majadero,
que hacerlo rajas quiero?
¡Responda!, ¿dónde se encuentra?
—Entra.
—¿Por qué no sales, bellaco?
Porque tu valor es flaco
contra el mío colosal.
—Sal.
—Aquí me tienes, cobarde.
Dime: ¿quieres que te aguarde?,
¿do estás? ¡Bah! Nadie se acerca.
—Cerca.
—Pero, ¿dónde estás? repito
que escuchando estoy tu grito
mas el no verte me admira.
—Mira.
—Ya miro, pero, ¡qué diablos!,
si no veo con quién hablo
pues no aparece ninguno.
—Uno.
—¿Uno?, pues bien, ¡salga ya,
mi coraje probará;
¡le aguardo, aquí me coloco!
—Loco.
—¿Chanceaste acaso, tú?
¡Por la vida de Belcebú,
sal presto que desespero!
—Espero.
—¡Así te burlas de mí!
¡Responde!, quién eres di,
¡ya de cólera reviento!
—Viento.
—¿Eres algún trasgo inmundo
o eres cosa de este mundo?
Habla, nada hay que me asombre.
—Hombre.
—Mas, ¿eres vivo o difunto?,
aclárame todo al punto
y con quien hablas repara.
—Para.
—Si eres ánima afligida, bien,
¡mas si eres de esta vida
hoy mi brazo te destruye!
—Huye.
—En vano intentarlo quieres
pues mientras no sé quien eres
mi espíritu no se asombra.
—Sombra.
—¿Sombra!, ¡Dios mío! en tal caso
perdóneme, que eché un vaso,
tres copitas y un bizcocho.
—Ocho.
—¿Ocho? se engaña, pardiez
serían siete tal vez
que otra la tomó Ramona.
—Mona.
—Lo que es mona, no, señor;
me puso alegre el licor
y a Ramonita también.
—Bien.
—Pues, señor, como decía
en su grata compañía
tomé unos dulces y queso.
—Eso.
—Dos empanadas y ponche,
y frutas, ¡voto al desmonche!,
aún traigo aquí las simientes.
—Mientes.
—¡Ah, señor! iba diciendo
con ella, hablando y riendo
tomé lo que me convino.
—Vino.
—Vino sí, señor, un poco;
dos vasos me han vuelto loco,
que echase más no penséis.
—Seis.
—¿Seis? no me acuerdo en efecto,
que tengo siempre el defecto
de no contarlos después.
—Pues.
—Sombra que todo lo sabes
despáchame cuando acabes,
que por mi parte acabé.
—Ve.
—¿Sí?, ¡gracias! me voy, que es tarde
¡Adiós!, el cielo te guarde,
triste sombra veneranda.
—Anda.
Marchose Antón, taciturno,
con tímida planta lista
recelando que aún le embista
aquel fantasma nocturno
que se ocultaba a su vista.
Llega a su casa al momento,
do le espera su esposa
y afirma con juramento
que una sombra pavorosa
le hablaba junto al convento.