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El tonto del smartwatch en bicicleta. Relato.

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The Beater Man
Contribuidor de RE
Sin verificar
Manuel es surrealista, aprendiz de ciclista, marido dominado, padre indeciso, amante de los excesos culinarios y con un gran corazón. Pero sobre todo, Manuel es tonto...tonto!

Y si no me creéis, aquí os dejo una de sus anécdotas recientes.


El tonto del Smartwatch en bicicleta



Aquella mañana no iba a ser una mañana cualquiera y Manuel se percató de ello en cuanto abrió los ojos. Bostezó ruidosamente, se rascó la cabeza y miró hacia su derecha. Su mujer dormía aún, con los rulos puestos y un camisón blanco salpicado de rosas rojas que resaltaba la palidez de su cara. Manuel se levantó y arrastró los pies calzados con unas chanclas de playa hasta el cuarto de baño. Se plantó delante del espejo y se puso de perfil para poder observarse bien. De haberse tratado de una mujer, cualquiera hubiera dicho que estaba embarazado de gemelos en su noveno mes debido a la exagerada curva que cincuenta años de excesos le habían provocado. El médico se había llevado las manos a la cabeza al leer los resultados de los análisis de sangre. El colesterol por las nubes, los triglicéridos se salían de la tabla. Tenía todos los números para tener un infarto en el momento más inesperado. Manuel recordó con pesar las palabras del doctor respecto a su dieta. Se acabaron embutidos, panceta, morcillas, callos, potajes, los pastelillos de crema, el chocolate, los huevos fritos con chorizo. A partir de entonces debía cambiar su dieta por una más sana, con abundancia de verduras y pescado azul, justo el que detestaba. Y, sobre todo, debía hacer ejercicio a diario para ayudar a equilibrar su peso y su estado físico general.

Consultó con un experto, un amigo que vendía calcetines deportivos en el mercadillo del barrio, cuál sería el mejor deporte para él y después de mucho deliberar llegaron a la conclusión de que la bicicleta era un sano y eficaz medio para alcanzar su objetivo. Pero, sobre todo, lo primero, lo principal, sería comprar un Smartwatch, un reloj inteligente que le midiera los pasos, la frecuencia cardiaca, los ciclos de sueño y que tuviera cronómetro, cuenta atrás, hora dual, barómetro, termómetro y en fin, todo aquello que le iba a garantizar que su aventura deportiva sería lo más eficaz posible. El elegido había sido originalmente el último modelo de la marca Garmin, un Fenix que le habían recomendado en la tienda de la bici. Sin embargo, en cuanto vio el precio se asustó y decidió que uno de esos chinos que vendían en el bazar del barrio le serviría igualmente.

-¿Una fracción de precio por el mismo resultado? Por supuesto, vamos a ello -se dijo mientras rompía con los dientes el plástico protector de la caja de camino a casa.



Pasó todo el día dándole vueltas y toqueteando los botones porque las instrucciones venían en chino y no entendía ni papa. Tras cuatro horas de intenso trabajo intelectual, se dio por satisfecho al aprender a conectar el cronómetro y el medidor de pasos en millas, ya que cambiarlo a metros sería faena para otro rato. Era grande, con la esfera redonda y la correa de color amarillo para hacer juego con el maillot.

Por lo tanto, aquella mañana iba a ser la primera del cambio de su vida y se sentía excitado como un niño ante su primer día de clase en un colegio nuevo.



Después de lavarse los dientes y quitarse las legañas de los ojos, abrió el armario del dormitorio y sacó una percha con el equipo al completo. Un culot negro y un maillot de color amarillo con unas llamativas letras en rosa y azul repartidas por la espalda, los costados y el frente. Se apresuró a volver al espejo para contemplarse. Embutido en las apretadas ropas de lycra parecía una morcilla multicolor. Aún así, escondió barriga e imitó la pose de culturista que Schwarzenegger solía hacer en sus años mozos.


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Miró el Smartwatch. Eran las ocho de la mañana y el sol ya se colaba por las rendijas de la persiana. Anduvo de puntillas para que su mujer no se despertara, pero el chirriar de la puerta le delató.

-Nene, tráeme un vaso de agua de la nevera –fue lo primero que ella le dijo antes de darse media vuelta y seguir durmiendo.

Él se encogió de hombros, se volvió a rascar la cabeza y se hurgó la nariz hasta sacarse un moco seco que le había estado molestando durante toda la noche. Lo pegó en la bata de guatiné de su esposa y salió mientras lanzaba un ruidoso eructo.

El piso no era demasiado grande pero sí lo suficiente para el matrimonio y Angelita, la niña de once años que se llamaba igual que su madre, su abuela y su bisabuela. Una tradición familiar como cualquier otra. Angelita seguía durmiendo y Manuel la miró desde el quicio de la puerta. Podía haber sacado la esbelta figura de la madre, aquel cuerpo bien proporcionado que le había permitido hacer pinitos de actriz en alguna obra de teatro en su juventud. Por el contrario, la niña había salido a él. La misma nariz de patata, los ojos saltones y una gordura evidente que hacía que su carácter se hubiera agriado tanto como el de su madre. En fin, que Manuel sabía que la pobre niña no tenía remedio, que había sacado lo peor del matrimonio y se preguntaba si no habría sido por la sempiterna postura del misionero que invariablemente habían utilizado para el tema de la procreación. Chascó la lengua y se fue a la cocina para lo del vaso de agua porque, aunque Ángela madre parecía estar profundamente dormida a juzgar por los ronquidos, se despertaría como una furia si él no aparecía con su encargo de inmediato. Por ello, el aprendiz de ciclista cogió un vaso del armario y se dirigió a la nevera. De repente se detuvo a escuchar. Un ruido extraño salía de su interior, rítmico, apenas audible. Se preguntó qué narices sería aquello y abrió la puerta del refrigerador con cuidado. Había oído historias acerca de ratas que perforaban la parte trasera de los frigoríficos para devorar la comida y por ello se mantuvo cauto por si alguno de aquellos asquerosos seres se lanzaba a su cara. No importaba. Si había que morir lo haría como un héroe.

En el interior no había roedores sino dos pollitos recién nacidos con la cáscara de los huevos aún pegada a su piel. Piaban delicadamente reclamando su comida y tenían la nariz enrojecida debido al frío.

Hacía tanto que Manuel no podía comer huevos que se habían quedado olvidados en la parte trasera detrás de un repollo y unas berzas. Recordó cuando tenía diez años y su madre le compró un pollito como aquellos porque se habían puesto de moda en el barrio. Todos sus amiguitos tenían uno y él no iba a ser menos que ellos. Desgraciadamente sólo le duró quince minutos debido a un tropezón inesperado que le hizo caer con todo su peso encima de él, dejándolo bien chafadito. Nunca más había vuelto a tener otro pollito porque la moda pasó y su madre prefirió volver a los regalos clásicos como la pelotita o el taca-taca, aunque aquel accidente le marcó y le había hecho tener pesadillas de vez en cuando. Cuarenta años más tarde aquí estaba él, con dos preciosos ejemplares con los que aliviar sus sueños.

Los sacó de la nevera y por un momento pensó en lo buenos que estarían a la plancha y con unas patatas fritas. Mientras tanto, su espíritu paternal se puso en marcha. ¿Qué comían esos bichos? No tenía ni idea porque nunca se había visto en una situación así.

-Leche. Les voy a dar leche, como a Angelita cuando era un bebé. Total, todos somos mamíferos, ¿no?

Depositó con mimo a los pollitos dentro de una cazuela de barro, presagio de lo que podría ser su futuro si no cambiaban las cosas, y salió a la terraza. Ese era su rincón favorito, una amplia superficie con unas buenas vistas del barrio, sus bloques de pisos con los toldos amarillos y verdes, los patios interiores con la ropa tendida, las vecinas de cháchara insultándose alegremente. Los días de primavera como aquel le traían a la memoria el recuerdo de su familia y el campo.

Pancracia vino a saludarle como todas las mañanas. Se le acercó mimosa y le lamió con la lengua el maillot resplandeciente, dejando un rastro de babas por encima de la pantalla de su reloj. Manuel acarició la cabeza de su vaca y le dio los buenos días. Había sido un regalo de su tío Bonifacio, el del pueblo, hacía ya tres años.

-Para que tengas leche fresca. Toda la que quieras –le dijo cuando apareció en plena calle con el animal sujeto por una soga.

Tuvieron que contratar una grúa móvil para subir al bicho hasta la terraza, una altura de cuatro pisos. Se formó una buena porque cortaron el tráfico durante casi dos horas y la gente comenzó a abuchearles y hacer sonar las bocinas de los coches. Algunas marujas salieron con ollas y sartenes golpeándolas con cucharones de madera haciendo un ruido infernal. De resultas de aquello, la vaca Pancracia tuvo un ataque de nervios y comenzó a defecar desde las alturas provocando un desastre aún mayor. Manuel y su familia no pudieron salir de casa durante dos meses seguidos por temor a ser linchados y el único alimento que tomaron durante aquel tiempo fue la deliciosa leche de la controvertida vaca. De todas formas y a pesar de que Manuel estaba muy agradecido al animal, no acababa de gustarle su leche porque fresca, lo que se dice fresca no era, la verdad. Le fastidiaba aquella tibieza de recién ordeñada y por eso había tomado la decisión de cerrar toda la terraza con una estructura de aluminio y ventanas dobles e instalar un aire acondicionado para que Pancracia diera la leche bien fresca, tal y como a él le gustaba. Mientras tanto, lo único que podía hacer era jorobarse.



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Estaba a punto de ponerse a ordeñar cuando la voz de su mujer se dejó oír desde el dormitorio.

-¡El agua!

Manuel cogió el vaso a la carrera, lo llenó con la jarra de la nevera y se lo llevó solícito a su esposa. Angela madre le recibió incorporada sobre su codo izquierdo y con aire impaciente. Agarró de malos modos el vaso que su marido le tendía y se lo tragó de tirón. Acomodó los rulos de su cabeza y volvió a tumbarse para seguir durmiendo.

-Nene, no me molestes durante un rato que hoy tengo la prueba y tengo que estar fresca como una rosa.

“Más bien como la vaca”- pensó Manuel, y estuvo a punto de decírselo, pero no se atrevió. Él era al fin y al cabo un caballero y ciertas cosas no se dicen. Con todo y ello dejó entrever una ladina sonrisa que su mujer advirtió con el rabillo del ojo y fue la excusa perfecta para una de sus mejores aficiones: meterse con su marido.

-Te hace gracia, ¿verdad? –le dijo con el ojo izquierdo entrecerrado. –No me extraña. Jamás has entendido mi alma de artista. ¿Por qué no le hice caso a mi madre y te dejé plantado en la iglesia? Ella te caló desde el principio. ¡Ay, si no fuera por la niña! Te iban a dar a ti. Mira la facha que tienes vestido con esa ropa. Compadezco a la pobre bicicleta, que la vas a reventar nada más subirte encima. ¿Y ese reloj tan chillón? ¿qué quieres? ¿Medir los cuatro pasos que vas a hacer antes de que te de un ataque? Anda, vete ya que quiero dormir.

A continuación, se dio la vuelta, se arropó hasta la cabeza con el edredón y siguió murmurando durante un rato. Para entonces, Manuel rebuscaba en el cajón de la mesita buscando los calcetines sin éxito alguno, por lo que no le quedó otra que preguntarle a su mujer.

-¿Has visto los calcetines de bici?

-Que me dejes en paz, tú y los calcetines de las narices.

Manuel optó por la callada y siguió con obstinación la búsqueda. Encontró tres pares de lana, cuatro desparejados de colores chillones, un par negro del traje de la boda de su primo Pepe y unos pantys de su mujer que se habían quedado enganchados con un clavito que sobresalía en el cajón. Al tirar de ellos se hicieron un siete y Manuel pensó que lo mejor sería dejarlos donde estaban por si acaso.

No era la primera vez que le desaparecían prendas de vestir, pero especialmente calcetines porque solían fugarse para ir de marcha cuando iban camino de la lavadora. Alguna vez les había pillado en plena fiesta, bebiéndose su whisky Dick borrachos como cubas. En otras ocasiones montaban orgías con las medias y ligueros e incluso algún degenerado se había intentado ligar a los calcetines de hilo de Angelita. Cuando Manuel los descubría les pegaba una bronca fenomenal y los ponía a todos firmes. Pero lo que no esperaba era la desaparición de los calcetines de bicicleta, unos deportistas como ellos, fabricados con material transpirable y resistente. Estaba claro que ya no podía fiarse de nadie. Por lo tanto, no tuvo más remedio que coger dos al azar que resultaron ser de colores diferentes, uno de verano y otro de invierno.





Se los puso en la cocina mientras los pollitos seguían piando, esperando la leche que Manuel había olvidado de ordeñar y miró a través de la ventana a Pancracia ¿Y si se la llevaba a dar un paseo con la bici? Podía atarla con una cuerda al manillar y que correteara junto a él por las calles del barrio y así, en caso de flaquearle las fuerzas al pedalear le remolcaría. Estaba seguro de que, para entonces, los vecinos ya no le tendrían aquella inquina del principio y hasta podían llegar a intimar. Quién sabe si hasta podía hacer buenas migas con otras mascotas. ¿No tenía George Clooney un cerdito en casa?

Miró la hora y se dio cuenta de que quizás no le daría tiempo de traer la grúa por lo que se prometió a sí mismo que otro día lo organizaría mejor. Se despidió con un sonoro beso de los pollitos, salió de casa dando un portazo y bajó los cuatro tramos de escaleras hasta llegar al garaje.





El edificio tenía una puerta privada para el acceso de los vecinos al aparcamiento y Manuel la abrió con la confianza que da el saberse entre la élite. Nadie más en el barrio tenía puerta privada para acceder a los coches. Él no tenía vehículo, ni siquiera carné, pero aquello era lo de menos. Cuando compró el piso convenció a su mujer del caché que daba algo así y a ella se le encendieron los ojitos porque siempre le había gustado eso de aparentar. Su plaza de aparcamiento estaba en una esquina, empotrada entre una columna y la pared del váter. En el centro de su rectángulo estaba la bicicleta, flamante, reluciente y Manuel la observó boquiabierto desde la distancia. Estaba orgulloso de ella, blanca, una réplica exacta de la de Indurain cuando ganó su último Tour. Y además a precio de saldo porque parece ser que había quedado un poco anticuada. Sin embargo, a él no le importaba en absoluto y pensó que unos euros de ahorro iban a irle muy bien en esos tiempos de crisis.

Junto a la pared del váter había instalado un pequeño armario trastero y allí es donde guardaba el resto de los complementos, unos guantes, los zapatos con calas automáticas y un casco para protegerse bien en caso de caída. Había discutido sobre ello con el dependiente, que le pretendía vender uno normal de bici, pero a él no le había convencido el tema y se había decantado por un excelente casco integral de moto de color amarillo, como el maillot. Se calzó las botas, el casco y los guantes y subió a lomos de su artilugio. El dependiente le había explicado en qué consistía lo de las calas automáticas. Se trataba de una pieza metálica colocada en el zapato que encajaba a la perfección con una hendidura en los pedales. De esa manera el pie quedaba bien sujeto y era más sencillo pedalear porque la fuerza se ejercía de forma más eficaz. Encajó un pie y sintió como si la bici y él fueran uno solo, una unión perfecta. “Simbiosis” –pensó, recordando las palabras de Jorge de Gran Hermano 1.



La mañana era soleada, con una pizca de frío en el aire, pero agradable. No había mucho tráfico porque casi todo el mundo estaba en paro y no había para gasolina. La gente se había acostumbrado a quedarse en casa a esperar a que les llamaran de la oficina del INEM. Algunos llevaban meses sin pisar la calle y les subían la compra con una cuerda por el balcón. A otros les había dado por hacer footing y de resultas de aquello habían participado en carreras de fondo o maratones. Lo importante era no usar el coche, por lo que su barrio se había convertido en el menos polucionado de la ciudad. Desde Europa habían estudiado el caso de cómo la crisis incidía positivamente en la ecología y por ello las medidas económicas tomadas por los máximos dirigentes quedaron en entredicho al comprobarse que, por fin, se había encontrado la solución definitiva al medio ambiente: despedir a todo el mundo.

Mientras tanto, el ayuntamiento ya había tomado algunas medidas al respecto. Los autobuses escolares se habían puesto fuera de circulación y en su lugar los camiones de la basura debidamente acondicionados recogían a los niños cada mañana. Al principio, Manuel y Ángela mostraron extrañeza y preocupación ya que Angelita regresaba cada tarde a casa con un olor desagradable. Pero poco después y gracias a un concejal espabilado se perfumaron los camiones con agua de colonia Nenuco y todo cambió. Los alumnos olían como bebés e incluso los adolescentes consiguieron mitigar en parte el olor a pies que suele acompañarlos en esa etapa de la vida.

Manuel, conectó el cronómetro, puso a cero el marcador de millas y encajó el segundo pie en sus flamantes automáticos y dio la primera pedalada. La sensación fue indescriptible. “Libertad, que gran palabra para el preso. Carcelero, tú nunca podrás gozarla”, canturreó recordando una vieja canción de Jarcha, aquellos de la campaña de las primeras elecciones de 1977. La cancioncilla le acompañó durante los primeros metros, mientras se deslizaba por el asfalto haciendo eses debido a su poca traza. La gente le miraba desde los balcones, pero no le reconocía debido al casco de moto. Manuel pensó que de haber ido con su vaca no habría habido ninguna duda de quién era el ciclista enmascarado, ya que Pancracia era muy popular.

Continuó calle adelante y unos niños le saludaron con la mano desde el camión de basura. Él no pudo devolverles el saludo por no soltar las manos del manillar, aunque hizo un gesto con la cabeza que le hizo sentir como los perritos de goma que se ponían en el interior de los coches y que se balanceaban con el vaivén.

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Comenzó a sudar al cabo de unos minutos y recordó las recomendaciones de la tele sobre lo de dosificar el esfuerzo. Giró la esquina que llevaba al parque y decidió dar una vuelta a su alrededor y regresar a casa. Diez minutos para el primer día era lo correcto. Dicho y hecho, rodeó los veinte metros de perímetro del parque infantil con la intención de regresar, pero se sentía tan bien que decidió detenerse y hacer unos estiramientos gimnásticos en aquella mañana soleada, pero con frío en el aire. Pulsó los frenos y la bicicleta se detuvo obediente. Entonces Manuel recordó los pedales automáticos y movió sus pies para desencajarlos, pero le fue imposible. El resorte estaba demasiado apretado y no había manera. Para entonces ya había perdido el equilibrio hacia su lado derecho y caía a cámara lenta, sin poderlo evitar.

En aquellos dos segundos eternos, Manuel dio gracias a ser tan previsor y llevar puesto el casco integral. A continuación, bicicleta y ciclista, los dos juntos, en simbiosis perfecta, cayeron con estrépito al duro suelo. Sintió un dolor agudo en su brazo derecho y vio rayos y centellas por el dolor. Allí estaba él, tumbado a horcajadas encima de su máquina sin poder liberar los pies de aquellos pedales del infierno. Forcejeó durante un rato, pero no había remedio, estaban duros como piedras. Decidió que lo mejor sería esperar. Sacó del bolsillo del maillot su pipa. El médico sólo le había prohibido comer. Levantó la visera del casco y comenzó a fumar con toda tranquilidad.



Al cabo de un rato escuchó a su espalda ruidos de pisadas que se acercaban. Inclinó la cabeza, pero el casco era demasiado grande y no le permitía maniobrar. Sin embargo, las pisadas se detuvieron frente a él, dejando al alcance de su vista unas pantuflas de color azul. Acomodó la cabeza y pudo ver el resto. Era un hombre en albornoz y con un paraguas abierto en la mano derecha. Parecía nervioso, miraba de un lado a otro, se mordía las uñas de la mano izquierda, se rascaba la cabeza.

-Perdone, ¿ha visto a mi perro? Es pequeño y muy bonito –dijo con una vocecilla chillona que no casaba con su envergadura.

-Pues no, la verdad es que desde que estoy aquí no he visto pasar ninguno –respondió Manuel dando una calada a la pipa.

-También es mala suerte. A lo mejor llueve mañana y luego se resfría. ¿Dónde se habrá metido?

-Vaya usted a saber. Quizás en un bar tomando unas cañas. ¿Le da usted mala vida?

-Que va, si lo trato a cuerpo de rey. Yo no soy de esos –replicó el recién llegado haciendo un gesto de desdén con la mano libre.

-Pues entonces seguro que vuelve. Yo una vez también me fui de casa y mi perro me estuvo buscando durante dos días. Pero lo nuestro estaba justificado. Acabábamos de discutir.

El hombre se cambió el paraguas de mano y miró al ciclista por primera vez dando muestras de interés. Del bolsillo del albornoz sacó un puñado de pienso de perro y se lo metió en la boca.

-Anda, y sobre qué, si no es mucho preguntar –dijo masticando con avidez.

-En absoluto. Desde cachorrito le enseñé a traerme las zapatillas y el periódico al llegar a casa, pero vio en la tele el anuncio de Pancho, el perrito ese que se convierte en millonario, y empezó a sisarme dinero para comprar cupones de la ONCE.

-Lo siento, no tengo tele. Soy más de radio.

-Es una pena. Yo hasta ahora tenía, pero creo que me lo acabo de romper. El cúbito también.

-¿Cómo dice?

-Nada, nada. Cosas mías. Por cierto, ¿usted tiene móvil? Me he dejado el mío en la mesilla de noche.

El desconocido mostró una sonrisa maliciosa.

-Ah, es usted uno de esos adictos a las redes sociales, ¿no?

-No, quite, quite. Era para llamar a una ambulancia.

-Lo siento, yo soy más de carta. Una vez me compré uno, pero llamé al extranjero en vez de a mi amigo Paco y no nos entendimos. Así que lo tiré a la basura y desde entonces tan fresco.

-¿Cómo se le ocurre tirar un móvil a la basura? –preguntó Manuel indignado levantando las cejas.

-No, hombre, no. A quien tiré fue a Paco.

-Hizo usted bien –responde el otro aliviado. -Los Pacos están de oferta. Justo ayer me compré un par en el rastro. Un carpintero y un pintor. Es que voy a hacer reformas.

-Yo no puedo traer a nadie a casa. Mi perro es muy celoso. La semana pasada se comió al cartero cuando me trajo un certificado. Y lo peor es que era una carta de mi veterinario.

-Vaya, ¿y no se le ocurrió a usted ponerle una purga después? Dicen que los carteros indigestan.

-Pues lo tuve con cagarrinas un par de días, no vaya usted a creer. Me dejó el piso hecho un asco. Debería denunciar a correos por utilizar carteros en mal estado.

-Yo ni me molestaría. Los abogados no conducen a ningún sitio.

-En eso tiene usted razón. Yo soy abogado y ni siquiera tengo carné. Soy más de bicicleta.

-Hombre, que casualidad –dijo Manuel en tono alegre.

-Pues sí, cuando le vi me dije: vamos a preguntar a este señor y de paso a echar un vistazo a la bici.

-Pues aquí la tiene. ¿Qué le parece? –replicó orgulloso del aparato que tenía entre las piernas.

El hombre se entretuvo unos segundos observando la máquina con admiración.

-No está mal, no señor. A ver, aparte la pierna un poco. Sí, preciosa.

-Me alegro de que le guste. El cuadro es de carbono.

-Ah, yo de eso no uso. Soy más de gas butano. Pero es muy bonita, de verdad. Además, se ve que están muy unidos. Igual que yo y mi perro. En fin, que lo estoy entreteniendo y usted tendrá que llamar a la ambulancia. Ha sido un placer.

-Igualmente, caballero.

Manuel le vio alejarse arrastrando las pantuflas y pensando en que el color del albornoz no le pegaba en absoluto. Comenzaba a estar un poco harto de su situación, especialmente desde que la pipa se le había apagado. El brazo le dolía y la pierna atrapada se le había dormido hacía ya rato. Imaginó que quizás pasaría la mayor parte del día allí tirado, e incluso la noche, hasta que alguien le ayudara. Si no hubiera sido por la crisis no habría pasado nada porque la gente tendría dinero para la gasolina y las calles estarían a rebosar como años atrás. Pero ahora eran un barrio modélico y su mujer se enfadaría con él porque pensaría que todo había sido una treta para marcharse de picos pardos. ¡Ja! Ojalá fuera esa la razón, pero él ya no estaba para esos trotes.

En esos pensamientos oscuros estaba cuando el camión de la basura reconvertido en escolar frenó cerca de él. La cuadrilla de operarios bajó y le rodearon con expresión divertida. Por un momento, Manuel pensó que iban a golpearle, o peor aún, mearse encima de él. Pero recordó que los empleados municipales pasan un examen psicotécnico para obtener el empleo y eso ahuyentó sus dudas.

-Madre mía de mi alma. ¿Pero a usted no le han advertido de estas máquinas del demonio? –dijo uno de ellos que llevaba un palillo renegrido entre los dientes.

-Debería quedarse en casa, como hacen todos los demás –dijo un segundo al que no pudo ver por hallarse detrás.

-Además, fumar está prohibido y como le pillen le van a poner una multa.

Manuel cayó en la cuenta de que el operario tenía razón. Hacía sólo dos días que habían prohibido fumar en la calle y ya sólo podía hacerse en la casa de uno.

-Disculpe, no me he dado cuenta. Es que estaba pensando en mis cosas y ya ve.

El del palillo negó varias veces con la cabeza y chascó la lengua.

-Venga, vamos a levantar a este insensato –dijo arengando a los demás para que le ayudaran.

Al instante siguiente Manuel se encontraba de nuevo en posición vertical. Dio dos pedaladas y se alejó despacito de allí, no sin antes saludarles con la cabeza como aquellos perritos de goma que tanto le gustaban a su papá.

En los cinco minutos que le restaban para llegar a casa, pensó en que aún no había dado de comer a los pollitos algo de leche de su vaca, en que su mujer tenía aquel día una ridícula prueba de teatro y en que Angelita ya estaría en clase oliendo a Nenuco y mascando galletas. Pensó en lo afortunado que era por vivir en su barrio limpio, sano y tranquilo gracias a la crisis y deseó que el ejemplo cundiera en muchos más sitios para que la tierra fuera un lugar más habitable. Pensó en su casco, en su flamante reloj con el que calcularía la distancia y el tiempo de su primer día, en la prohibición de fumar su pipa y en que debía avisar al del aire acondicionado para que Pancracia le diera por fin leche fresca. En lo único que no pensó Manuel en aquellos minutos de libertad era en cómo iba a liberar los pies de aquellos pedales automáticos infernales en cuanto se detuviera. De todos modos, daba igual. A lo mejor así volvía a ver de nuevo al hombre del albornoz y podían continuar su agradable charla.
Y es que nunca está de más el llevarse bien con los vecinos.
 
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Me ha parecido un brillante e hilarante despropósito compañero. Gran relato que recuerda al estilo de Javier Fesser en "El Milagro de P. Tinto" o "Historias lamentables". La conversación entre el protagonista y el vecino, para enmarcar. Gracias, como siempre, por compartir.
 
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Me ha parecido un brillante e hilarante despropósito compañero. Gran relato que recuerda al estilo de Javier Fesser en "El Milagro de P. Tinto" o "Historias lamentables". La conversación entre el protagonista y el vecino, para enmarcar. Gracias, como siempre, por compartir.
Jejeje, muchas gracias!
 
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Jajajaja me he reído un buen rato, enhorabuena por el divertido relato
 
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Me he reído mucho al visualizar cuando decide ponerse un casco integral, no poder sacar los pies, la vaca, la mujer...

Y el diálogo, brutal!!

Gràcies mestre!!!
 
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Me he reído mucho al visualizar cuando decide ponerse un casco integral, no poder sacar los pies, la vaca, la mujer...

Y el diálogo, brutal!!

Gràcies mestre!!!
Muchas gracias. Me alegro de que hayas pasado un buen rato.
 
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Muy muy bueno. Y qué bien escrito. Me ha encantado como has escrito toda primera parte, un relato costumbrista y cómico, que me recuerda a 100 años de soledad a la española
 
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Muy muy bueno. Y qué bien escrito. Me ha encantado como has escrito toda primera parte, un relato costumbrista y cómico, que me recuerda a 100 años de soledad a la española
Qué bien, compañero. Celebro que te haya gustado. Un abrazo.
 
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Jua, jua, jua, jua!
 
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Como siempre, que buen relato, me ha sacado una buena sonrisa 😀, muchas gracias por tus relatos, creo que es en mi opinión, de lo mejorcito del foro.
 
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Como siempre, que buen relato, me ha sacado una buena sonrisa 😀, muchas gracias por tus relatos, creo que es en mi opinión, de lo mejorcito del foro.
Muchísimas gracias. Creo que hay mucha gente que aporta un montón. Aquí cada uno hace lo que puedo. Un abrazo.
 
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Gracias por ayudarme a desconectar con tu relato, inicialmente me ha venido a la mente homer simpson, pero en la parte final le he visto mas reflexivo
 
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Gracias por ayudarme a desconectar con tu relato, inicialmente me ha venido a la mente homer simpson, pero en la parte final le he visto mas reflexivo
Muchas gracias por tu comentario. Saludos!
 
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Gracias por estos relatos y por sacarnos en este caso una sonrisa con el ciclista bonachón 🤣🤣
 
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Digno guión para José Luis Cuerda, si siguiera vivo.
 
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Gracias por estos relatos y por sacarnos en este caso una sonrisa con el ciclista bonachón 🤣🤣
Muchas gracias! Yo, la verdad es que me sigo riendo cuando lo leo.😜
 
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Brillante, Jose. La verdad es que me he reído muy a gusto con las aventuras de Manuel. Igual deberías plantearte desarrollar más historias con él ;-)

Gracias por tu trabajo
 
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Jejejeje.
A ver si me cuentas un día que desayunas .Jarcha????.Madre mía .Tu hiciste la mili con el máuser.
El final podía haber sido algo de nuestra quinta como:Igualico ,Igualico que el defunto de su aguelico.
Lo de no fumar en la calle ,llegará ...los cruzados están preparados
 
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Bravo. Me ha encantado como todos los tuyos anteriores. Viva el surrealismo mágico. Un saludo
 
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Brillante, Jose. La verdad es que me he reído muy a gusto con las aventuras de Manuel. Igual deberías plantearte desarrollar más historias con él ;-)

Gracias por tu trabajo
Muchas gracias, Antón. Igual sería buena idea darle un poco de continuidad. Un abrazo.
 
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Jejejeje.
A ver si me cuentas un día que desayunas .Jarcha????.Madre mía .Tu hiciste la mili con el máuser.
El final podía haber sido algo de nuestra quinta como:Igualico ,Igualico que el defunto de su aguelico.
Lo de no fumar en la calle ,llegará ...los cruzados están preparados
Gracias! Y desayuno jamoncito del bueno siempre que hay por casa. 😜
 
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