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El reloj del abuelo. Relato.

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Me encanta leer tus relatos, realmente me llegan al corazón, eres un genio, muchas gracias por compartirlo con nosotros, es un verdadero privilegio.
 
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Me encanta leer tus relatos, realmente me llegan al corazón, eres un genio, muchas gracias por compartirlo con nosotros, es un verdadero privilegio.
Ostras, muchas gracias. Un honor compartirlo con vosotros. Un abrazo.
 
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Una lectura muy amena y con un trasfondo emotivo, me gusto.
Gracias por el relato 👍
 
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Queridos compañeros:

El siguiente relato es una ficción elaborada a partir del libro La mariposa blanca, de cuya autoría soy responsable. Ciertos personajes cohabitan en ambas historias, aunque una no es vinculante de la otra.

Mi sincero agradecimiento a Jose “Gastonet” por su ayuda inestimable en la elección de su Longines Majetek como hilo conductor de este relato.

Espero que os guste.



El reloj del abuelo





Ver el archivos adjunto 2953698





Mi abuelo vivía en la Casa Grande. Se llamaba así, no solo por su tamaño, sino especialmente por lo que representaba. Emplazada en las inmediaciones de Quintanar, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba, había sido construida por dos generaciones anteriores gracias al dinero hecho en las colonias de centro América, y habían plantado dos enormes palmeras en la entrada como recuerdo de aquella época.

En aquella casa había vivido mi padre hasta que finalmente se mudó a la ciudad con el fin de comenzar una nueva vida alejado de la prisión de aquellas paredes de piedra que albergaban demasiados secretos.

Yo solo veía a mi abuelo durante los veranos, en la época en que mis padres decidían dejarme allí durante quince días para que ellos pudieran disfrutar de algún viaje a tierras lejanas y que, según ellos, yo no disfrutaría. Por ello, los recuerdos que conservo llevan implícita la bicicleta con la que daba vueltas alrededor de la propiedad después de que mi abuelo me enseñara a montar, la alberca donde me sumergía para resguardarme del calor del mediodía y la sempiterna pelota de cuero con la que emulaba a mis héroes del balompié. Sin embargo, la imagen más vívida que conservo es la de mi abuelo escribiendo en su diario cada atardecer en el porche de la entrada mientras bebía un té con limón y fumaba su vieja pipa.

Mi abuela había fallecido antes de que yo naciera, por lo que él vivía solo desde entonces, encerrado entre recuerdos que yo sospechaba le atormentaban más que otra cosa en el mundo. No tenía amigos ni relación alguna con nadie del pueblo, a excepción de Vicente, el jornalero que cuidaba el jardín y desbrozaba las hierbas de la linde vecinal. Mi abuelo era quien se ocupaba de la casa, o por lo menos de la zona que residía, ya que había cerrado a cal y canto varias habitaciones a donde a mí se me había prohibido entrar. Cocinaba, limpiaba y realizaba cualquier menester con suma destreza a pesar de su ya avanzada edad. Rondaba ya cerca de los ochenta años y siempre le había visto rodeado de libros que cogía de su extensa biblioteca. Tomos de muy variada temática, desde tratados científicos, hasta novelas de intriga, pasando por ensayos literarios u obras de teatro. No en vano había sido profesor de universidad hasta su jubilación, lo cual siempre me había sorprendido mucho, ya que tenía la impresión de que carecía de la dialéctica necesaria para impartir clase, dado el silencio con el que se rodeaba y de la escasa comunicación que tenía para conmigo. Nuestras conversaciones se limitaban a unos breves diálogos sobre temas insulsos, lo que hacía que yo prefiriera mil veces jugar en la arboleda de la finca e imaginarme personajes con los que pasar el rato. Tampoco yo tenía amigos, ya que mi abuelo no permitía ni que yo saliera de casa ni que ningún otro chiquillo entrara.

Con el tiempo y ya entrado yo en la adolescencia, las visitas se redujeron a algún fin de semana durante el año, ya que era suficientemente mayor para valerme por mí mismo cuando mis padres se ausentaban. Fue entonces cuando noté el visible deterioro ejercido por el peso de los años, hasta que una mañana de septiembre de 1989 recibimos una llamada de Vicente anunciándonos que Don Víctor Cifuentes había fallecido. Una sombra de tristeza se apoderó de mi alma, ya que, aunque la relación en los últimos años no había sido muy continuada, los recuerdos de los veranos junto a él hicieron aflorar lágrimas a mis ojos hasta que, finalmente, entendí que mi infancia se había muerto con él.



Unos días después del sepelio, recibimos la comunicación de un notario, convocándonos a la familia para leer el testamento. Lo extraño del caso es que yo también estaba en aquella convocatoria y pensé con cierta avaricia que quizás mi abuelo me había dejado dinero o alguna parte de la herencia, ya que yo era su único nieto.

Nos reunimos mi padre, mi madre y yo con un hombre entrado en años que respiraba ruidosamente, posiblemente debido a la prominente barriga que lucía. Después de leer en voz alta el documento de las últimas voluntades, donde dejaba como heredero universal a su único hijo, mi padre, el notario hizo un inciso y sacó un segundo documento junto a un paquete que me entregó directamente a mí. Dijo que se trataba de algo muy personal y que mi abuelo me lo confiaba a mí únicamente, por lo que me instaba a que cumpliera sus deseos.

Evidentemente, la noticia nos sorprendió a todos, especialmente cuando el hombre dijo que no debía abrirlo en aquel momento, sino cuando estuviera en la intimidad. Mi padre tenía la mosca detrás de la oreja, porque no esperaba algo así, pero aceptó el deseo del abuelo y no dijo más al respecto. Ya se encargaría más delante de averiguar qué era aquel misterio.



No fue sino hasta tres días más tarde cuando me vi con el ánimo suficiente para abrir el paquete. Yo era un muchacho de 16 años, inseguro y algo solitario, que no sabía aún qué hacer con mi vida y a quien ni los estudios ni el trabajo llamaban demasiado la atención. No sé qué es lo que vio mi abuelo en mí para confiarme lo que a continuación explicaré. Abrí el paquete con dedos temblorosos y el aliento entrecortado. En el interior había tres objetos: un cuaderno, un sobre y un reloj.






Tomé el reloj en mis manos. Era de color negro, con correa de piel marrón, ajada por el paso del tiempo. En la esfera podía leerse la marca Longines y tenía un pequeño dial a la altura del número seis que marcaba los segundos. Pensé que aquella pieza era tan vieja que estaría completamente inutilizable, pero cuál fue mi sorpresa cuando al darle cuerda vi que las agujas del segundero comenzaban a funcionar. Lo observé detenidamente y llegué a la conclusión de que no había visto aquel reloj en manos de mi abuelo, porque el suyo, uno de forma cuadrada y de acero, había sido el regalo de bodas de mi abuela y no se lo quitaba para nada. Aquel era uno muy diferente y me pregunté por qué me lo había dejado a mí.

A continuación, abrí el sobre, en cuyo interior había una breve carta manuscrita de su puño y letra. Mi abuelo siempre había tenido una letra muy florida y la reconocí al instante. Decía lo siguiente:





Querido Daniel.

Ese reloj que te entrego no es para ti. Te encomiendo una misión que a mí me ha resultado imposible de llevar a cabo y es la de devolvérselo a la familia de su dueño original. El cuaderno que te entrego en este paquete es mi diario, ese que me veías escribir cada tarde en nuestros veranos juntos. Cuando lo leas comprenderás lo que tienes que hacer. Confío en tu habilidad de joven experto para cumplir algo que yo no fui capaz.

Te quiere siempre:

Tu abuelo.




Tuve que leer el texto varias veces para salir de mi asombro. Aquello era algo inesperado, un giro brusco de los acontecimientos que jamás hubiera creído de mi abuelo, aquel silencioso hombre que parecía más inmerso en su mundo interior que en tareas de beneficencia o humanitarias. Ni que decir tiene que el siguiente movimiento fue abrir el cuaderno y ojear sus páginas con fruición. Al cabo de poco me di cuenta de que, más que un diario, era una especie de biografía, de memorias de un tiempo vivido y lo que sucedió.

Trataré de resumirlo en algunas líneas, aunque no creo que sea justo sintetizar toda una vida en unos simples párrafos para agilizar la lectura. Con todo y ello, tengo pendiente narrar la historia con más detalle en cuanto me vea preparado. Mientras tanto, estos son algunos extractos de lo que mi abuelo escribió que dan idea de lo que sucedió.






Diario de Víctor Cifuentes

La guerra me pilló demasiado joven, con apenas 12 años de edad. Hasta entonces, yo me dedicaba a ayudar en el sustento de los míos en tareas del campo y guardando cabras en el monte. Mi familia no pasaba hambre, pero había que arrimar el hombro para comer cada día. Padre, mi hermano Julián y yo nos levantábamos al alba para ir a trabajar mientras madre quedaba haciendo sus menesteres y procurando hacer maravillas con las viandas que quedaran en la despensa. Al colegio asistía cuando podía, pero fue gracias al maestro del pueblo, don Pedro Romero, que aprendí a escribir y a coger gusto por la lectura. Solía dar clases con él por las tardes, una vez ya me había aseado y antes de que la cena se dispusiera en la mesa. A cambio de sus enseñanzas, mi padre le obsequiaba con productos de la huerta que teníamos en la parte de atrás de la casa. Mi familia había tenido mucho dinero y había construido aquella casona colonial tras la vuelta de las aventuras en Cuba y México. Sin embargo, la fortuna se dilapidó en juegos de cartas, apuestas desorbitadas y mala vida hasta que la única herencia que nos había quedado era aquel edificio que recordaba mejores tiempos, pero que ahora pesaba como una losa. Mi madre insistía en mudarnos a algo más pequeño en el centro del pueblo, pero mi padre se negaba obstinado y repetía que aquella casa iba a ser la herencia para sus descendientes y que no tenía derecho a usarla de mal modo.

Cuando estalló la guerra, ya auguramos tiempos difíciles. Cuando el ejército rebelde entró en Quintanar, mi padre fue de los primeros en quedar preso y desaparecer para siempre, fusilado junto a tantos otros hombres en las inmediaciones del pueblo, en una fosa común abierta deprisa y corriendo. Mi madre, desesperada por la situación y viendo lo que nos caía encima, nos hizo un pequeño hatillo con cuatro cosas mal contadas y algo de comida. Nos levantó a la madrugada a mi hermano y a mí y nos obligó a escaparnos por la cancela trasera, ocultos en las sombras y como si fuéramos fugitivos. En el fondo es lo que éramos.

Permanecimos ocultos y muertos de hambre durante varios días hasta que una noche oímos ruido de voces y pisadas cerca de nosotros. Mi hermano se avanzó unos metros reptando entre los arbustos y pudo ver que era un grupo de hombres armados. No sabíamos quiénes eran, pero por las armas que portaban no presagiaba nada bueno. Yo permanecía oculto tras Julián, temblando como una hoja, cuando de repente noté una manaza que me agarraba por el hombro y me levantaba sin esfuerzo. Pataleé y grité, maldiciendo a aquel energúmeno que me mantenía en vilo como si fuera una marioneta. Vi a mi hermano saltar hacia él para defenderme, pero el hombretón se lo sacudió de encima como si nada. Luego se oyeron más voces, risas y una orden que sobresalió por encima de las demás, exigiendo que me soltaran. Caí al suelo al lado de mi hermano y una veintena de hombres nos rodearon.

Era la milicia de Juan Bravo, un guerrillero bien conocido en la zona y que luchaba con sus hombres contra el ejército rebelde. Para nosotros fue la salvación porque ya estábamos en las últimas y Juan Bravo nos acogió entre los suyos, nos dio de comer y beber y nos protegió mientras que permanecimos con ellos. Mi hermano Julián tenía por aquel entonces 18 años y ya era un hombre bien formado, pero yo aún era un poco enclenque y mis tareas se centraban más en atender a los hombres que a la lucha en sí. Las escaramuzas se producían de vez en cuando, en un avance a través de la sierra en la que la inteligencia y espionaje eran de gran importancia. Juan Bravo lideraba a los suyos como lo que era, un valiente que habían sabido imponer un orden y una idea entre los hombres que escapaban de sus pueblos ante el temor de la muerte.







Entre aquellos hombres había uno llamado Juan Ramón Maestre, un guerrillero muy amable que siempre me cuidaba y me protegía de la rudeza de los demás. Más de una vez había tenido que encararse con alguien tras recibir yo algún empellón o malas palabras. En aquel momento, se levantaba, alto como un castillo, y reprendía a quien lo hubiera hecho, llegando más de una vez a las manos. Lucía siempre en su muñeca un reloj que más de uno había mirado con evidente envidia. Decía que era un regalo de su padre y que lo llevaba puesto desde que a él lo mataron a principio de la guerra, hacía ya demasiados meses.



Antes de su muerte le había contado la historia del reloj, un Longines Majetek fabricado a finales de los años veinte y de los que solo había tres mil unidades. Se habían realizado para la fuerza aérea Checoslovaca, que en aquel entonces era una gran potencia militar. El reloj llevaba en la parte trasera la inscripción MAJETEK VOJENSKÉ SPRÁVY (Propiedad del gobierno militar) y el número de serie 1628 de los únicamente tres mil que se habían fabricado. Tenía la caja cuadrada, esfera redonda de color negro y números arábigos del 1 al 12. A la altura del número 6 había un pequeño dial con un segundero con el título Anti-Magnetic y más arriba el logotipo de la marca Longines. La verdad es que era muy bonito y diferente a los que yo estaba acostumbrado a ver. Sin embargo, lo más significativo del reloj no era la estética, sino que el padre de Juan Ramón y el dueño original se habían conocido por casualidad en una taberna.

El hombre era un aviador que había desertado y huido al sur de España, pero la policía militar checa andaba tras sus pasos. De alguna manera y justo cuando estaban a punto de atraparle, un desconocido, el padre de Juan Ramón, le ayudó para que pasara desapercibido y salvar, por bien seguro, su vida. Nada bueno presagiaba a los desertores checoslovacos en aquellos tiempos y la prisión militar habría sido una muerte segura. A modo de agradecimiento, el piloto entregó el reloj a su desconocido salvador en un gesto que marcaría el futuro de muchas personas de allí en adelante.








Desde entonces, era su amuleto y Juan Ramón solo se lo sacaba en las ocasiones en que nos cruzábamos con algún riachuelo y podíamos sumergirnos en las aguas para asearnos. Por desgracia, fue precisamente en unos de esos ríos cuando nos atacaron sin esperarlo. Una patrulla nos sorprendió y comenzó un tiroteo que acabó con la vida de varios de mis compañeros. Los nuestros se desperdigaron monte arriba, quedando solo unos pocos, maltrechos y sin ánimo. Mi hermano había desaparecido y yo estaba escondido tras unas rocas unas decenas de metros, río arriba de donde había sucedido todo. Muy a mi pesar pude ver algo que me atormentó el resto de mi vida y que no logro borrar de mi cabeza a pesar de los esfuerzos. Juan Ramón había sobrevivido, aunque tenía una herida de bala en su brazo izquierdo. Vi que el sargento que comandaba la patrulla se le acercó, le miró con sorna y se burló de él. Era un hombre de mediana altura, con una cicatriz que le cruzaba el mentón y con un aire arrogante de quien se sabe con autoridad. Acto seguido se fijó en el reloj y le ordenó que se lo diera, a lo que Juan Ramón se negó con decisión. Un primer puñetazo del sargento le cayó en mitad de la mandíbula, pero el otro no hizo mueca alguna de dolor y siguió con la vista clavada en su agresor, desafiándole. El sargento le repitió la orden sin que surgiera mayor efecto. Parecían dos colosos enfrentándose a ver quién aguantaba más. Uno, con el brazo chorreando de sangre por la herida; el otro con la seguridad que daba el sentirse ganador de una contienda bien desigual.

No hubo tercera advertencia. El resplandor de la hoja de un cuchillo brilló al atardecer mientras atravesaba el pecho de Juan Ramón. Ahogué un grito que se confundió con el de mi amigo antes de caer desplomado al suelo. Una vez allí, el sargento volvió a hundirle una segunda vez el puñal hasta que el último aliento de vida se escapó de su ser. Las burlas y bravuconadas de los presentes se hicieron patentes mientras el sargento se hacía finalmente con el reloj, lo limpiaba de restos de sangre en la camisa del muerto y se lo ajustaba en su muñeca al tiempo que lo mostraba como un gran trofeo.

Grabé ese rostro a fuego en mi memoria mientras me escurría como un reptil entre los arbustos río arriba hasta poder agruparme con los míos. Allí, conté a Juan Bravo lo sucedido y le vi apretar las quijadas hasta casi sangrar. Sin embargo, nada podían hacer en aquel momento. Los nuestros estaban desorganizados, heridos y con la moral por los suelos. Mi hermano apareció entre la arboleda y le abracé con fuerza. Aquel fue uno de los últimos abrazos que le di antes de que semanas más tarde una bala le atravesara el corazón y cayera muerto a mis pies.

Yo sobreviví. Dicen que bicho malo nunca muere, pero quizás es que yo tenía en mi interior un ansia de venganza que necesitaba saciar.




La guerra acabó, el tiempo pasó y yo pude dedicarme a lo que más me gustaba, enseñar a los jóvenes y hacer de este país un sitio mejor, al tiempo que procuraba que la historia fuera contada como era de verdad y no como los vencedores la explicaban. Muchas veces estuve a punto de acabar con mis huesos en la cárcel por mis ideas revolucionarias y de rojo, pero finalmente algún milagro me libraba. Conocí a Carmen en el año 1953 y cuando acababa de cumplir mis treinta años nos casamos. Carmen, mi mujer y compañera durante tantos años me animó a instalarnos en La casa grande, la que había sido de la familia y que de una forma milagrosa había logrado salvarse del expolio durante la guerra. Tuvimos al cabo de cinco años un pequeño a quien llamamos Miguel en honor a mi padre y tras no pocos esfuerzos gané una cátedra en la universidad de Córdoba, Me dediqué a mi trabajo, a cuidar a mi familia y a vivir mi vida de la mejor manera posible, rodeado de libros para silenciar el tormento que me acuciaba en mis horas de asueto cuando los demás dormían.

Así pasaron los años, haciendo planes para el futuro con Carmen, soñando con que viajaríamos a París, a Roma, a Praga. Nada de eso sucedió. Poco antes de mi jubilación, mi mujer enfermó de una hepatitis grave y al cabo de unas semanas falleció. Con ella, toda mi vida se rompió en pedazos. Me encontraba solo, sin saber qué hacer ni dónde dirigirme. Todos los planes habían desaparecido y me culpé mil veces de no haber atendido mejor a mi esposa, de no haberle hecho caso cuando ella insistía en viajar, ver mundo y disfrutar mientras podíamos. Yo era muy obstinado y estaba encerrado en mi propio mundo, mi trabajo, la lectura y mis recuerdos. Y al final lo perdí todo.


Fue entonces cuando decidí tomarme un tiempo sabático y viajar. Mi hijo ya era mayor y se valía por sí mismo. Había formado familia y esperaban un hijo al cabo de unos meses. Yo me dije que era entonces o nunca, por lo que cogí el primer tren a París y me fui a honrar la memoria de mi difunta a aquella preciosa ciudad que más de una vez habíamos soñado en visitar.



Vagabundeé entre sus calles y avenidas, sabiendo que a mi mujer le habría encantado disfrutar de ver aquellas maravillas, La Concorde, Les Invalides, L’arc de triomph y aquella destreza de la imaginación que era la torre Eiffel. Me encapriché de Montmartre y de su divina catedral Sacré Coeur en cuyas escalinatas pasé varias tardes contemplando la omnipotente visión de París y los músicos callejeros que llenaban de notas cada brizna de aire.








Y fue en aquel barrio donde el caprichoso destino hizo de las suyas. Estaba yo sentado tomando un café en una terraza de Montmartre cuando algo me hizo mirar a la mesa contigua.

Mi corazón dio un vuelco.

Allí estaba aquel sargento que había asesinado al guerrillero Juan Ramón. Estaba envejecido, pero conservaba aquel porte arrogante que le había adivinado en el riachuelo. Y sobre todo, aquella cicatriz que le cruzaba el mentón y que deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido yo quien se la produjera. Mis ojos volaron a su muñeca izquierda con un intenso deseo de que lo imposible sucediera. Abrí los ojos de par en par sin podérmelo creer. En aquella muñeca izquierda estaba el Longines Majetek, el mismo reloj por el cual que mi amigo había muerto de forma brutal.

El hombre pasó por delante de mí sin notar mi presencia ni mi odio. Poco sospechaba que yo había sido testigo de todo, porque él no me conocía. Me levanté al mismo tiempo y le seguí a cierta distancia. No sabía muy bien qué hacer, pero lo que estaba claro es que no iba a perderle de vista. Se dirigió al cabo de unos minutos a un hotel, se detuvo en la recepción y cogió una llave que alguien le tendió con una amable sonrisa. Deduje que estaba alojado allí, aunque no sabía por cuánto tiempo ni la razón.




Aceché en las cercanías durante unas horas, incluso con la intención de pasar la noche allí si era necesario. A eso de las ocho y media de la tarde salió de nuevo, se dirigió con paso decidido hacia un entramado de callejuelas poco transitadas hasta llegar a un pequeño restaurante. Entró y un camarero le sentó en una mesa al lado de la ventana. Le observé en la distancia tomar la cena, beber su vino y fumar un puro mientras sostenía con la otra una copa de coñac francés. Al cabo de una hora salió y volvió sobre sus pasos, más lentamente esta vez, tarareando una cancioncilla y mirando distraídamente aquí y allá. Yo estaba en las sombras y no lo pensé dos veces. Nunca he sido una persona violenta, pero tampoco un pusilánime. Cuando hay que hacer algo, se hace y ya está. Y eso es lo que pensé cuando le empujé con todas mis fuerzas hacia la pared, le agarré con todas mis fuerzas por la garganta y apreté mientras veía apagarse sus ojos horrorizados, abrir la boca para tratar de que algo de aire llegara a sus pulmones mientras braceaba tratando de soltarse de mi garra. No había nada que hacer. Yo era más fuerte, más joven y sobre todo estaba lleno de un odio que me inundó de arriba abajo. Lo maté por Juan Ramón, pero también por mi hermano Julián, por mi padre, por mi pobre madre que murió también al cabo de unos meses por todo el dolor padecido; lo maté por toda la injusticia vivida, por tantos miles de muertos en las cunetas y por mil cosas más.

Cuando cayó al suelo, sentí que por fin había hecho justicia. Me agaché junto al cadáver desmadejado y le tomé la muñeca izquierda, desabroché el reloj y me lo puse en el bolsillo para salir de allí escondido entre las sombras.




Aquel reloj no era mío y eso lo sabía de sobras. De vuelta a Quintanar me enteré por la prensa que justamente en aquel hotel se habían reunido varios exfalangistas deseosos de restaurar la dictadura y que se estaba investigando el caso a través del juez Garzón. Leí también en la prensa parisina que se había encontrado el cadáver de una persona de nacionalidad española que parecía encontrarse de visita en la ciudad. El motivo del móvil no parecía claro, pero que la policía estaba investigando el asunto.

Durante varios años viví con la sospecha de que en algún momento iban a llamar a la puerta y que la policía me arrestaría como autor de aquel asesinato. Sin embargo, ni yo estaba preocupado por ello, ni nunca sucedió. Al mismo tiempo, indagué todo lo que pude para tratar de contactar con la familia de Juan Ramón, pero me fue inútil. Cuando creía que estaba sobre alguna pista, se cerraba de nuevo y volvía al punto de partida. Después mi salud se resintió y las fuerzas comenzaron a fallar.

Solo espero, mi querido Eduardo, que cuando leas este manuscrito entiendas la razón de mis actos y que, si de alguna manera puedes hacer llegar el reloj a los legítimos herederos, lo hagas de buena gana. Confío en ti para hacerlo y sé que será una misión importante en tu vida. Solo así se habrá hecho justicia de verdad. Lo hecho, hecho está y no me arrepiento.




***​



Este es el resumen de lo que atañe a nuestra historia, porque en el cuaderno había más detalles de su vida, desgranando aquí y allá los detalles que todo hombre que se precie conserva en su memoria y desea perpetuar dejándolos por escrito.

Ni que decir tiene que me quedé sin habla y tuve que pensar mucho en toda aquella historia para no incurrir en juicios de valor demasiado precipitados. Sí, mi abuelo había matado a un hombre, pero no le culpaba porque entendía sus razones. Quizás la misma sangre que corría por nuestras venas le excusaba, aunque sabía que no todos lo entenderían así, posiblemente ni mi propio padre, su hijo, con el que nunca había tenido una relación muy estrecha. Habían vivido alejados el uno del otro aun viviendo en la misma casa. Sus personalidades chocaban muy a menudo y veían el mundo de forma equidistante. Mi padre era un soñador a quien los temas de la guerra le venían demasiado grandes. Conformista por naturaleza, prefirió dejar los estudios a los catorce años para comenzar a trabajar de aprendiz de mecánico en un taller, donde hizo carrera y continuó toda la vida, con una modesta vivienda y ahorrando lo justo para costearse aquellos viajes veraniegos en los que yo no tenía cabida.

Quizás fue que mi abuelo vio en mí el eslabón de unión entre generaciones. En cierta manera nos parecíamos. Gustábamos de la lectura, de la soledad y de aquella casa que al mismo tiempo era refugio y guarida donde esconderse del mundo exterior.

Durante un tiempo traté de cumplir la misión encomendada, aunque no sabía ni por donde empezar. Era el año 2006 y aunque internet ya era algo muy común y las redes sociales comenzaban a ser muy populares, me faltaban medios e ideas. Ni Facebook ni Google arrojaban mucha luz al asunto porque solo contaba con un nombre: Juan Ramón Maestre. Era buscar una aguja en un pajar.

Al cabo de los meses de infructuosa búsqueda, mi espíritu decayó y fui perdiendo la ilusión de cumplir el mandato del abuelo. Deposité con cuidado el reloj en el cajón de mi mesilla de noche y me dediqué a otros quehaceres más propios de un muchacho de mi edad.

Lo peor de todo fue que todo se fue torciendo a medida que los años pasaban. Mi interés por la lectura fue substituido por los bares, los amigos y el alcohol. Algo normal, podría pensarse, pero en mi caso fue empeorando cuando conocí a un grupo de amigos de mi barrio que comenzaban a experimentar con la cocaína. Y así me vi metido en cuestión de pocos meses en un turbio y oscuro camino donde solo existían las juergas de las fiestas desenfrenadas, donde reinaba el alcohol, el sexo y, cómo no, drogas de muy diversos tipos.








Probé de todo y mi cuerpo me pedía más y más. Mis padres observaban con estupefacción lo que su hijo se había convertido. Una noche, llegué a casa tan mal que me desmayé y a poco estuve de morir. Solo había una posible solución y era la de internarme en un centro de rehabilitación.

Fue lo más duro que he pasado en la vida. Meses de sufrimiento en los que mi cuerpo luchaba por reaprender lo que antes había sido y librarse de las conexiones neuronales que palpitaban por volver a sentir el influjo de la droga. De no ser por el equipo médico y por el préstamo que mi padre tuvo que pedir al banco para pagar la hospitalización, no creo que hoy en día estuviera narrando esta historia.

Y finalmente, el destino caprichoso quiso dar un giro inesperado a los acontecimientos. Mi asesor y guía en el centro se llamaba Gregorio, un hombre de unos cincuenta años que de alguna manera había sido el artífice de mi recuperación. Recuerdo las largas charlas en la terapia y la forma tan amable, aunque firme, de reconducir mi conducta. Gracias a él, tras cerca de un año de tratamiento pude por fin afirmar que mi dependencia había quedado atrás. Como muestra de agradecimiento, hablé con Gregorio y le dije que quería invitarle a cenar. Él no aceptó al principio, pero dada mi insistencia, asintió finalmente y quedamos en reunirnos en un restaurante al día siguiente.



Fue una situación inusual, ya que este tipo de gestos no solían darse entre paciente y terapeuta, pero allí estábamos, frente a frente como dos amigos. La velada pasó de forma muy cordial. Gregorio desprendía amabilidad por cada poro de su ser y de alguna manera el tema de mi abuelo y la historia del reloj salió a la luz. Le expliqué los detalles, sin omitir la muerte del sargento ni quién era el artífice; le hablé del reloj que guardaba en mi cajón y la búsqueda durante mucho tiempo de algún pariente de Juan Ramón Maestre.






Y entonces, Gregorio soltó el cuchillo y el tenedor que sostenía en las manos y abrió los ojos, asombrado. Me hizo repetir el nombre, un par de detalles más y permaneció en silencio durante un tiempo. Yo no sabía qué sucedía y por qué se comportaba de aquella manera. Finalmente, me dijo que aquel hombre era su tío abuelo y que él mismo se llamaba Gregorio Maestre, que conocía poco de la historia porque solo llegaron a la familia algunos detalles de su muerte y que hasta hacía bien poco no sabía en qué fosa común lo habían enterrado. Sin embargo, y gracias a la Asociación de la Memoria Histórica, una organización que velaba y trabajaba para recuperar muchos de aquellos cuerpos perdidos, pudo conseguir el permiso para la exhumación del cadáver y enterrarle como dios manda en el cementerio familiar.



Yo me quedé blanco. Jamás hubiera podido imaginar que aquella historia hubiera terminado de aquella manera, con mi propio terapeuta y por medio de un cúmulo de caprichos del destino, siendo el pariente de aquel guerrillero. Me levanté, me acerqué hacia él y le di un abrazo sincero, lleno de agradecimiento, pero también de alivio por haber sido el artífice de la curación de mi cuerpo y mi alma. Por fin, mi abuelo vería desde donde quiera que estuviera que su búsqueda había terminado.

Un par de días más tarde volví a reunirme con Gregorio. Había mucho de qué hablar y yo estaba ansioso por saber cualquier detalle que pudiera aportar. No había mucho más, aparte de que el grupo de Juan Bravo, aquellos guerrilleros que habían sido compañeros de mi abuelo y del propio Juan Ramón, fueron cayendo poco a poco hasta quedar diezmados por la serranía. Cuando la guerra terminó, muchos se refugiaron en pequeños pueblos para tratar desapercibidos, pero en muchos casos fue inútil. Los Arcas, una organización falangista especializada en dar caza a los soldados del bando republicano, los iban atrapando poco a poco para darles muerte, a veces entre horribles torturas y sin piedad alguna.

El día de nuestro encuentro, yo llevaba el reloj conmigo. Lo saqué de mi bolsillo y se lo tendí para que finalmente volviera a la familia a la que pertenecía. Él lo tomó entre las manos, lo observó durante un rato y me lo volvió a entregar. Me dijo que aquel objeto me pertenecía más a mí que a su familia y que prefería que lo siguiera custodiando. Entendí su sentimiento. En verdad, mi abuelo y yo mismo habíamos creado un lazo con aquel reloj que traspasaba los límites de la mera propiedad. Nos estrechamos las manos con la sensación de aquel vínculo que habíamos forjado jamás iba a desaparecer.



Hace ya de esta historia más de veinte años. El reloj sigue funcionando a la perfección y lo suelo llevar en la muñeca casi a diario. Es mi conexión con el pasado, con un mundo que ya no existe, pero que representó todo mi presente y posiblemente mi futuro. Mi mujer y mis dos hijos saben de la importancia que tiene para mí, aunque desconocen ciertos detalles íntimos que prefiero permanezcan en la sombra. Solo unos pocos sabemos la verdad.

De vez en cuando me reúno con Gregorio. Ya tiene una edad y hace tiempo se jubiló. Pasa sus veranos cerca de La Casa Grande, donde mis padres siguen viviendo y donde yo he enseñado a montar en bicicleta a mis hijos tal y como mi abuelo hizo conmigo. Paso muchas tardes a la sombra del porche, escribiendo mis recuerdos igual que lo hizo él. La vida se ve de otra manera cuando la ves plasmada en un papel. Sé que algún día yo ya no estaré y que el reloj del abuelo pasará a otras manos. Espero que cuiden de él tanto como yo lo he hecho y entiendan el secreto que esconde en su continuo latir.


Me ha encantado el relato José, de verdad. Super interesante, lleno de giros, con esa una visión de nuestra historia, deliciosamente escrito... me ha llegado.

Ese reloj ha adquirido un estatus casi legendario, que pasada, ojalá poseer un reloj tan mítico y con una historia tan profunda.

Gracias por compartir en el foro estas maravillas.

Saludos.
 
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Me ha encantado el relato José, de verdad. Super interesante, lleno de giros, con esa una visión de nuestra historia, deliciosamente escrito... me ha llegado.

Ese reloj ha adquirido un estatus casi legendario, que pasada, ojalá poseer un reloj tan mítico y con una historia tan profunda.

Gracias por compartir en el foro estas maravillas.

Saludos.
Muchas gracias, compi. Celebro que te haya gustado!
 
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Enriquecedora aportación.
Gracias por el relato, José.
 
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Gracias por este buen rato de lectura. Ha sido un placer leerte.
 
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Te felicito y doy la enhorabuena por esa capacidad que tienes para escribir. El relato me ha tenido atrapado en todo momento y, tras leerlo, me ha hecho reflexionar sobre la historia que habrá detrás de cada uno de los relojes que se muestran aquí, sobre todo los vintage.

Muchas gracias por compartirlo.

Un abrazo.
 
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Te felicito y doy la enhorabuena por esa capacidad que tienes para escribir. El relato me ha tenido atrapado en todo momento y, tras leerlo, me ha hecho reflexionar sobre la historia que habrá detrás de cada uno de los relojes que se muestran aquí, sobre todo los vintages.

Muchas gracias por compartirlo.

Un abrazo.
Seguro que sí, especialmente los vintage. Muchas gracias por tus palabras de corazón. Un abrazo.
 
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Con vuestro permiso, refloto el hilo por si alguien quiere leerlo.
 
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Reacciones: Jose Perez
Queridos compañeros:

El siguiente relato es una ficción elaborada a partir del libro La mariposa blanca, de cuya autoría soy responsable. Ciertos personajes cohabitan en ambas historias, aunque una no es vinculante de la otra.

Mi sincero agradecimiento a Jose “Gastonet” por su ayuda inestimable en la elección de su Longines Majetek como hilo conductor de este relato.

Espero que os guste.



El reloj del abuelo





Ver el archivos adjunto 2953698





Mi abuelo vivía en la Casa Grande. Se llamaba así, no solo por su tamaño, sino especialmente por lo que representaba. Emplazada en las inmediaciones de Quintanar, un pequeño pueblo de la provincia de Córdoba, había sido construida por dos generaciones anteriores gracias al dinero hecho en las colonias de centro América, y habían plantado dos enormes palmeras en la entrada como recuerdo de aquella época.

En aquella casa había vivido mi padre hasta que finalmente se mudó a la ciudad con el fin de comenzar una nueva vida alejado de la prisión de aquellas paredes de piedra que albergaban demasiados secretos.

Yo solo veía a mi abuelo durante los veranos, en la época en que mis padres decidían dejarme allí durante quince días para que ellos pudieran disfrutar de algún viaje a tierras lejanas y que, según ellos, yo no disfrutaría. Por ello, los recuerdos que conservo llevan implícita la bicicleta con la que daba vueltas alrededor de la propiedad después de que mi abuelo me enseñara a montar, la alberca donde me sumergía para resguardarme del calor del mediodía y la sempiterna pelota de cuero con la que emulaba a mis héroes del balompié. Sin embargo, la imagen más vívida que conservo es la de mi abuelo escribiendo en su diario cada atardecer en el porche de la entrada mientras bebía un té con limón y fumaba su vieja pipa.

Mi abuela había fallecido antes de que yo naciera, por lo que él vivía solo desde entonces, encerrado entre recuerdos que yo sospechaba le atormentaban más que otra cosa en el mundo. No tenía amigos ni relación alguna con nadie del pueblo, a excepción de Vicente, el jornalero que cuidaba el jardín y desbrozaba las hierbas de la linde vecinal. Mi abuelo era quien se ocupaba de la casa, o por lo menos de la zona que residía, ya que había cerrado a cal y canto varias habitaciones a donde a mí se me había prohibido entrar. Cocinaba, limpiaba y realizaba cualquier menester con suma destreza a pesar de su ya avanzada edad. Rondaba ya cerca de los ochenta años y siempre le había visto rodeado de libros que cogía de su extensa biblioteca. Tomos de muy variada temática, desde tratados científicos, hasta novelas de intriga, pasando por ensayos literarios u obras de teatro. No en vano había sido profesor de universidad hasta su jubilación, lo cual siempre me había sorprendido mucho, ya que tenía la impresión de que carecía de la dialéctica necesaria para impartir clase, dado el silencio con el que se rodeaba y de la escasa comunicación que tenía para conmigo. Nuestras conversaciones se limitaban a unos breves diálogos sobre temas insulsos, lo que hacía que yo prefiriera mil veces jugar en la arboleda de la finca e imaginarme personajes con los que pasar el rato. Tampoco yo tenía amigos, ya que mi abuelo no permitía ni que yo saliera de casa ni que ningún otro chiquillo entrara.

Con el tiempo y ya entrado yo en la adolescencia, las visitas se redujeron a algún fin de semana durante el año, ya que era suficientemente mayor para valerme por mí mismo cuando mis padres se ausentaban. Fue entonces cuando noté el visible deterioro ejercido por el peso de los años, hasta que una mañana de septiembre de 1989 recibimos una llamada de Vicente anunciándonos que Don Víctor Cifuentes había fallecido. Una sombra de tristeza se apoderó de mi alma, ya que, aunque la relación en los últimos años no había sido muy continuada, los recuerdos de los veranos junto a él hicieron aflorar lágrimas a mis ojos hasta que, finalmente, entendí que mi infancia se había muerto con él.



Unos días después del sepelio, recibimos la comunicación de un notario, convocándonos a la familia para leer el testamento. Lo extraño del caso es que yo también estaba en aquella convocatoria y pensé con cierta avaricia que quizás mi abuelo me había dejado dinero o alguna parte de la herencia, ya que yo era su único nieto.

Nos reunimos mi padre, mi madre y yo con un hombre entrado en años que respiraba ruidosamente, posiblemente debido a la prominente barriga que lucía. Después de leer en voz alta el documento de las últimas voluntades, donde dejaba como heredero universal a su único hijo, mi padre, el notario hizo un inciso y sacó un segundo documento junto a un paquete que me entregó directamente a mí. Dijo que se trataba de algo muy personal y que mi abuelo me lo confiaba a mí únicamente, por lo que me instaba a que cumpliera sus deseos.

Evidentemente, la noticia nos sorprendió a todos, especialmente cuando el hombre dijo que no debía abrirlo en aquel momento, sino cuando estuviera en la intimidad. Mi padre tenía la mosca detrás de la oreja, porque no esperaba algo así, pero aceptó el deseo del abuelo y no dijo más al respecto. Ya se encargaría más delante de averiguar qué era aquel misterio.



No fue sino hasta tres días más tarde cuando me vi con el ánimo suficiente para abrir el paquete. Yo era un muchacho de 16 años, inseguro y algo solitario, que no sabía aún qué hacer con mi vida y a quien ni los estudios ni el trabajo llamaban demasiado la atención. No sé qué es lo que vio mi abuelo en mí para confiarme lo que a continuación explicaré. Abrí el paquete con dedos temblorosos y el aliento entrecortado. En el interior había tres objetos: un cuaderno, un sobre y un reloj.






Tomé el reloj en mis manos. Era de color negro, con correa de piel marrón, ajada por el paso del tiempo. En la esfera podía leerse la marca Longines y tenía un pequeño dial a la altura del número seis que marcaba los segundos. Pensé que aquella pieza era tan vieja que estaría completamente inutilizable, pero cuál fue mi sorpresa cuando al darle cuerda vi que las agujas del segundero comenzaban a funcionar. Lo observé detenidamente y llegué a la conclusión de que no había visto aquel reloj en manos de mi abuelo, porque el suyo, uno de forma cuadrada y de acero, había sido el regalo de bodas de mi abuela y no se lo quitaba para nada. Aquel era uno muy diferente y me pregunté por qué me lo había dejado a mí.

A continuación, abrí el sobre, en cuyo interior había una breve carta manuscrita de su puño y letra. Mi abuelo siempre había tenido una letra muy florida y la reconocí al instante. Decía lo siguiente:





Querido Daniel.

Ese reloj que te entrego no es para ti. Te encomiendo una misión que a mí me ha resultado imposible de llevar a cabo y es la de devolvérselo a la familia de su dueño original. El cuaderno que te entrego en este paquete es mi diario, ese que me veías escribir cada tarde en nuestros veranos juntos. Cuando lo leas comprenderás lo que tienes que hacer. Confío en tu habilidad de joven experto para cumplir algo que yo no fui capaz.

Te quiere siempre:

Tu abuelo.




Tuve que leer el texto varias veces para salir de mi asombro. Aquello era algo inesperado, un giro brusco de los acontecimientos que jamás hubiera creído de mi abuelo, aquel silencioso hombre que parecía más inmerso en su mundo interior que en tareas de beneficencia o humanitarias. Ni que decir tiene que el siguiente movimiento fue abrir el cuaderno y ojear sus páginas con fruición. Al cabo de poco me di cuenta de que, más que un diario, era una especie de biografía, de memorias de un tiempo vivido y lo que sucedió.

Trataré de resumirlo en algunas líneas, aunque no creo que sea justo sintetizar toda una vida en unos simples párrafos para agilizar la lectura. Con todo y ello, tengo pendiente narrar la historia con más detalle en cuanto me vea preparado. Mientras tanto, estos son algunos extractos de lo que mi abuelo escribió que dan idea de lo que sucedió.






Diario de Víctor Cifuentes

La guerra me pilló demasiado joven, con apenas 12 años de edad. Hasta entonces, yo me dedicaba a ayudar en el sustento de los míos en tareas del campo y guardando cabras en el monte. Mi familia no pasaba hambre, pero había que arrimar el hombro para comer cada día. Padre, mi hermano Julián y yo nos levantábamos al alba para ir a trabajar mientras madre quedaba haciendo sus menesteres y procurando hacer maravillas con las viandas que quedaran en la despensa. Al colegio asistía cuando podía, pero fue gracias al maestro del pueblo, don Pedro Romero, que aprendí a escribir y a coger gusto por la lectura. Solía dar clases con él por las tardes, una vez ya me había aseado y antes de que la cena se dispusiera en la mesa. A cambio de sus enseñanzas, mi padre le obsequiaba con productos de la huerta que teníamos en la parte de atrás de la casa. Mi familia había tenido mucho dinero y había construido aquella casona colonial tras la vuelta de las aventuras en Cuba y México. Sin embargo, la fortuna se dilapidó en juegos de cartas, apuestas desorbitadas y mala vida hasta que la única herencia que nos había quedado era aquel edificio que recordaba mejores tiempos, pero que ahora pesaba como una losa. Mi madre insistía en mudarnos a algo más pequeño en el centro del pueblo, pero mi padre se negaba obstinado y repetía que aquella casa iba a ser la herencia para sus descendientes y que no tenía derecho a usarla de mal modo.

Cuando estalló la guerra, ya auguramos tiempos difíciles. Cuando el ejército rebelde entró en Quintanar, mi padre fue de los primeros en quedar preso y desaparecer para siempre, fusilado junto a tantos otros hombres en las inmediaciones del pueblo, en una fosa común abierta deprisa y corriendo. Mi madre, desesperada por la situación y viendo lo que nos caía encima, nos hizo un pequeño hatillo con cuatro cosas mal contadas y algo de comida. Nos levantó a la madrugada a mi hermano y a mí y nos obligó a escaparnos por la cancela trasera, ocultos en las sombras y como si fuéramos fugitivos. En el fondo es lo que éramos.

Permanecimos ocultos y muertos de hambre durante varios días hasta que una noche oímos ruido de voces y pisadas cerca de nosotros. Mi hermano se avanzó unos metros reptando entre los arbustos y pudo ver que era un grupo de hombres armados. No sabíamos quiénes eran, pero por las armas que portaban no presagiaba nada bueno. Yo permanecía oculto tras Julián, temblando como una hoja, cuando de repente noté una manaza que me agarraba por el hombro y me levantaba sin esfuerzo. Pataleé y grité, maldiciendo a aquel energúmeno que me mantenía en vilo como si fuera una marioneta. Vi a mi hermano saltar hacia él para defenderme, pero el hombretón se lo sacudió de encima como si nada. Luego se oyeron más voces, risas y una orden que sobresalió por encima de las demás, exigiendo que me soltaran. Caí al suelo al lado de mi hermano y una veintena de hombres nos rodearon.

Era la milicia de Juan Bravo, un guerrillero bien conocido en la zona y que luchaba con sus hombres contra el ejército rebelde. Para nosotros fue la salvación porque ya estábamos en las últimas y Juan Bravo nos acogió entre los suyos, nos dio de comer y beber y nos protegió mientras que permanecimos con ellos. Mi hermano Julián tenía por aquel entonces 18 años y ya era un hombre bien formado, pero yo aún era un poco enclenque y mis tareas se centraban más en atender a los hombres que a la lucha en sí. Las escaramuzas se producían de vez en cuando, en un avance a través de la sierra en la que la inteligencia y espionaje eran de gran importancia. Juan Bravo lideraba a los suyos como lo que era, un valiente que habían sabido imponer un orden y una idea entre los hombres que escapaban de sus pueblos ante el temor de la muerte.







Entre aquellos hombres había uno llamado Juan Ramón Maestre, un guerrillero muy amable que siempre me cuidaba y me protegía de la rudeza de los demás. Más de una vez había tenido que encararse con alguien tras recibir yo algún empellón o malas palabras. En aquel momento, se levantaba, alto como un castillo, y reprendía a quien lo hubiera hecho, llegando más de una vez a las manos. Lucía siempre en su muñeca un reloj que más de uno había mirado con evidente envidia. Decía que era un regalo de su padre y que lo llevaba puesto desde que a él lo mataron a principio de la guerra, hacía ya demasiados meses.



Antes de su muerte le había contado la historia del reloj, un Longines Majetek fabricado a finales de los años veinte y de los que solo había tres mil unidades. Se habían realizado para la fuerza aérea Checoslovaca, que en aquel entonces era una gran potencia militar. El reloj llevaba en la parte trasera la inscripción MAJETEK VOJENSKÉ SPRÁVY (Propiedad del gobierno militar) y el número de serie 1628 de los únicamente tres mil que se habían fabricado. Tenía la caja cuadrada, esfera redonda de color negro y números arábigos del 1 al 12. A la altura del número 6 había un pequeño dial con un segundero con el título Anti-Magnetic y más arriba el logotipo de la marca Longines. La verdad es que era muy bonito y diferente a los que yo estaba acostumbrado a ver. Sin embargo, lo más significativo del reloj no era la estética, sino que el padre de Juan Ramón y el dueño original se habían conocido por casualidad en una taberna.

El hombre era un aviador que había desertado y huido al sur de España, pero la policía militar checa andaba tras sus pasos. De alguna manera y justo cuando estaban a punto de atraparle, un desconocido, el padre de Juan Ramón, le ayudó para que pasara desapercibido y salvar, por bien seguro, su vida. Nada bueno presagiaba a los desertores checoslovacos en aquellos tiempos y la prisión militar habría sido una muerte segura. A modo de agradecimiento, el piloto entregó el reloj a su desconocido salvador en un gesto que marcaría el futuro de muchas personas de allí en adelante.








Desde entonces, era su amuleto y Juan Ramón solo se lo sacaba en las ocasiones en que nos cruzábamos con algún riachuelo y podíamos sumergirnos en las aguas para asearnos. Por desgracia, fue precisamente en unos de esos ríos cuando nos atacaron sin esperarlo. Una patrulla nos sorprendió y comenzó un tiroteo que acabó con la vida de varios de mis compañeros. Los nuestros se desperdigaron monte arriba, quedando solo unos pocos, maltrechos y sin ánimo. Mi hermano había desaparecido y yo estaba escondido tras unas rocas unas decenas de metros, río arriba de donde había sucedido todo. Muy a mi pesar pude ver algo que me atormentó el resto de mi vida y que no logro borrar de mi cabeza a pesar de los esfuerzos. Juan Ramón había sobrevivido, aunque tenía una herida de bala en su brazo izquierdo. Vi que el sargento que comandaba la patrulla se le acercó, le miró con sorna y se burló de él. Era un hombre de mediana altura, con una cicatriz que le cruzaba el mentón y con un aire arrogante de quien se sabe con autoridad. Acto seguido se fijó en el reloj y le ordenó que se lo diera, a lo que Juan Ramón se negó con decisión. Un primer puñetazo del sargento le cayó en mitad de la mandíbula, pero el otro no hizo mueca alguna de dolor y siguió con la vista clavada en su agresor, desafiándole. El sargento le repitió la orden sin que surgiera mayor efecto. Parecían dos colosos enfrentándose a ver quién aguantaba más. Uno, con el brazo chorreando de sangre por la herida; el otro con la seguridad que daba el sentirse ganador de una contienda bien desigual.

No hubo tercera advertencia. El resplandor de la hoja de un cuchillo brilló al atardecer mientras atravesaba el pecho de Juan Ramón. Ahogué un grito que se confundió con el de mi amigo antes de caer desplomado al suelo. Una vez allí, el sargento volvió a hundirle una segunda vez el puñal hasta que el último aliento de vida se escapó de su ser. Las burlas y bravuconadas de los presentes se hicieron patentes mientras el sargento se hacía finalmente con el reloj, lo limpiaba de restos de sangre en la camisa del muerto y se lo ajustaba en su muñeca al tiempo que lo mostraba como un gran trofeo.

Grabé ese rostro a fuego en mi memoria mientras me escurría como un reptil entre los arbustos río arriba hasta poder agruparme con los míos. Allí, conté a Juan Bravo lo sucedido y le vi apretar las quijadas hasta casi sangrar. Sin embargo, nada podían hacer en aquel momento. Los nuestros estaban desorganizados, heridos y con la moral por los suelos. Mi hermano apareció entre la arboleda y le abracé con fuerza. Aquel fue uno de los últimos abrazos que le di antes de que semanas más tarde una bala le atravesara el corazón y cayera muerto a mis pies.

Yo sobreviví. Dicen que bicho malo nunca muere, pero quizás es que yo tenía en mi interior un ansia de venganza que necesitaba saciar.




La guerra acabó, el tiempo pasó y yo pude dedicarme a lo que más me gustaba, enseñar a los jóvenes y hacer de este país un sitio mejor, al tiempo que procuraba que la historia fuera contada como era de verdad y no como los vencedores la explicaban. Muchas veces estuve a punto de acabar con mis huesos en la cárcel por mis ideas revolucionarias y de rojo, pero finalmente algún milagro me libraba. Conocí a Carmen en el año 1953 y cuando acababa de cumplir mis treinta años nos casamos. Carmen, mi mujer y compañera durante tantos años me animó a instalarnos en La casa grande, la que había sido de la familia y que de una forma milagrosa había logrado salvarse del expolio durante la guerra. Tuvimos al cabo de cinco años un pequeño a quien llamamos Miguel en honor a mi padre y tras no pocos esfuerzos gané una cátedra en la universidad de Córdoba, Me dediqué a mi trabajo, a cuidar a mi familia y a vivir mi vida de la mejor manera posible, rodeado de libros para silenciar el tormento que me acuciaba en mis horas de asueto cuando los demás dormían.

Así pasaron los años, haciendo planes para el futuro con Carmen, soñando con que viajaríamos a París, a Roma, a Praga. Nada de eso sucedió. Poco antes de mi jubilación, mi mujer enfermó de una hepatitis grave y al cabo de unas semanas falleció. Con ella, toda mi vida se rompió en pedazos. Me encontraba solo, sin saber qué hacer ni dónde dirigirme. Todos los planes habían desaparecido y me culpé mil veces de no haber atendido mejor a mi esposa, de no haberle hecho caso cuando ella insistía en viajar, ver mundo y disfrutar mientras podíamos. Yo era muy obstinado y estaba encerrado en mi propio mundo, mi trabajo, la lectura y mis recuerdos. Y al final lo perdí todo.


Fue entonces cuando decidí tomarme un tiempo sabático y viajar. Mi hijo ya era mayor y se valía por sí mismo. Había formado familia y esperaban un hijo al cabo de unos meses. Yo me dije que era entonces o nunca, por lo que cogí el primer tren a París y me fui a honrar la memoria de mi difunta a aquella preciosa ciudad que más de una vez habíamos soñado en visitar.



Vagabundeé entre sus calles y avenidas, sabiendo que a mi mujer le habría encantado disfrutar de ver aquellas maravillas, La Concorde, Les Invalides, L’arc de triomph y aquella destreza de la imaginación que era la torre Eiffel. Me encapriché de Montmartre y de su divina catedral Sacré Coeur en cuyas escalinatas pasé varias tardes contemplando la omnipotente visión de París y los músicos callejeros que llenaban de notas cada brizna de aire.








Y fue en aquel barrio donde el caprichoso destino hizo de las suyas. Estaba yo sentado tomando un café en una terraza de Montmartre cuando algo me hizo mirar a la mesa contigua.

Mi corazón dio un vuelco.

Allí estaba aquel sargento que había asesinado al guerrillero Juan Ramón. Estaba envejecido, pero conservaba aquel porte arrogante que le había adivinado en el riachuelo. Y sobre todo, aquella cicatriz que le cruzaba el mentón y que deseé con todas mis fuerzas que hubiera sido yo quien se la produjera. Mis ojos volaron a su muñeca izquierda con un intenso deseo de que lo imposible sucediera. Abrí los ojos de par en par sin podérmelo creer. En aquella muñeca izquierda estaba el Longines Majetek, el mismo reloj por el cual que mi amigo había muerto de forma brutal.

El hombre pasó por delante de mí sin notar mi presencia ni mi odio. Poco sospechaba que yo había sido testigo de todo, porque él no me conocía. Me levanté al mismo tiempo y le seguí a cierta distancia. No sabía muy bien qué hacer, pero lo que estaba claro es que no iba a perderle de vista. Se dirigió al cabo de unos minutos a un hotel, se detuvo en la recepción y cogió una llave que alguien le tendió con una amable sonrisa. Deduje que estaba alojado allí, aunque no sabía por cuánto tiempo ni la razón.




Aceché en las cercanías durante unas horas, incluso con la intención de pasar la noche allí si era necesario. A eso de las ocho y media de la tarde salió de nuevo, se dirigió con paso decidido hacia un entramado de callejuelas poco transitadas hasta llegar a un pequeño restaurante. Entró y un camarero le sentó en una mesa al lado de la ventana. Le observé en la distancia tomar la cena, beber su vino y fumar un puro mientras sostenía con la otra una copa de coñac francés. Al cabo de una hora salió y volvió sobre sus pasos, más lentamente esta vez, tarareando una cancioncilla y mirando distraídamente aquí y allá. Yo estaba en las sombras y no lo pensé dos veces. Nunca he sido una persona violenta, pero tampoco un pusilánime. Cuando hay que hacer algo, se hace y ya está. Y eso es lo que pensé cuando le empujé con todas mis fuerzas hacia la pared, le agarré con todas mis fuerzas por la garganta y apreté mientras veía apagarse sus ojos horrorizados, abrir la boca para tratar de que algo de aire llegara a sus pulmones mientras braceaba tratando de soltarse de mi garra. No había nada que hacer. Yo era más fuerte, más joven y sobre todo estaba lleno de un odio que me inundó de arriba abajo. Lo maté por Juan Ramón, pero también por mi hermano Julián, por mi padre, por mi pobre madre que murió también al cabo de unos meses por todo el dolor padecido; lo maté por toda la injusticia vivida, por tantos miles de muertos en las cunetas y por mil cosas más.

Cuando cayó al suelo, sentí que por fin había hecho justicia. Me agaché junto al cadáver desmadejado y le tomé la muñeca izquierda, desabroché el reloj y me lo puse en el bolsillo para salir de allí escondido entre las sombras.




Aquel reloj no era mío y eso lo sabía de sobras. De vuelta a Quintanar me enteré por la prensa que justamente en aquel hotel se habían reunido varios exfalangistas deseosos de restaurar la dictadura y que se estaba investigando el caso a través del juez Garzón. Leí también en la prensa parisina que se había encontrado el cadáver de una persona de nacionalidad española que parecía encontrarse de visita en la ciudad. El motivo del móvil no parecía claro, pero que la policía estaba investigando el asunto.

Durante varios años viví con la sospecha de que en algún momento iban a llamar a la puerta y que la policía me arrestaría como autor de aquel asesinato. Sin embargo, ni yo estaba preocupado por ello, ni nunca sucedió. Al mismo tiempo, indagué todo lo que pude para tratar de contactar con la familia de Juan Ramón, pero me fue inútil. Cuando creía que estaba sobre alguna pista, se cerraba de nuevo y volvía al punto de partida. Después mi salud se resintió y las fuerzas comenzaron a fallar.

Solo espero, mi querido Eduardo, que cuando leas este manuscrito entiendas la razón de mis actos y que, si de alguna manera puedes hacer llegar el reloj a los legítimos herederos, lo hagas de buena gana. Confío en ti para hacerlo y sé que será una misión importante en tu vida. Solo así se habrá hecho justicia de verdad. Lo hecho, hecho está y no me arrepiento.




***​



Este es el resumen de lo que atañe a nuestra historia, porque en el cuaderno había más detalles de su vida, desgranando aquí y allá los detalles que todo hombre que se precie conserva en su memoria y desea perpetuar dejándolos por escrito.

Ni que decir tiene que me quedé sin habla y tuve que pensar mucho en toda aquella historia para no incurrir en juicios de valor demasiado precipitados. Sí, mi abuelo había matado a un hombre, pero no le culpaba porque entendía sus razones. Quizás la misma sangre que corría por nuestras venas le excusaba, aunque sabía que no todos lo entenderían así, posiblemente ni mi propio padre, su hijo, con el que nunca había tenido una relación muy estrecha. Habían vivido alejados el uno del otro aun viviendo en la misma casa. Sus personalidades chocaban muy a menudo y veían el mundo de forma equidistante. Mi padre era un soñador a quien los temas de la guerra le venían demasiado grandes. Conformista por naturaleza, prefirió dejar los estudios a los catorce años para comenzar a trabajar de aprendiz de mecánico en un taller, donde hizo carrera y continuó toda la vida, con una modesta vivienda y ahorrando lo justo para costearse aquellos viajes veraniegos en los que yo no tenía cabida.

Quizás fue que mi abuelo vio en mí el eslabón de unión entre generaciones. En cierta manera nos parecíamos. Gustábamos de la lectura, de la soledad y de aquella casa que al mismo tiempo era refugio y guarida donde esconderse del mundo exterior.

Durante un tiempo traté de cumplir la misión encomendada, aunque no sabía ni por donde empezar. Era el año 2006 y aunque internet ya era algo muy común y las redes sociales comenzaban a ser muy populares, me faltaban medios e ideas. Ni Facebook ni Google arrojaban mucha luz al asunto porque solo contaba con un nombre: Juan Ramón Maestre. Era buscar una aguja en un pajar.

Al cabo de los meses de infructuosa búsqueda, mi espíritu decayó y fui perdiendo la ilusión de cumplir el mandato del abuelo. Deposité con cuidado el reloj en el cajón de mi mesilla de noche y me dediqué a otros quehaceres más propios de un muchacho de mi edad.

Lo peor de todo fue que todo se fue torciendo a medida que los años pasaban. Mi interés por la lectura fue substituido por los bares, los amigos y el alcohol. Algo normal, podría pensarse, pero en mi caso fue empeorando cuando conocí a un grupo de amigos de mi barrio que comenzaban a experimentar con la cocaína. Y así me vi metido en cuestión de pocos meses en un turbio y oscuro camino donde solo existían las juergas de las fiestas desenfrenadas, donde reinaba el alcohol, el sexo y, cómo no, drogas de muy diversos tipos.








Probé de todo y mi cuerpo me pedía más y más. Mis padres observaban con estupefacción lo que su hijo se había convertido. Una noche, llegué a casa tan mal que me desmayé y a poco estuve de morir. Solo había una posible solución y era la de internarme en un centro de rehabilitación.

Fue lo más duro que he pasado en la vida. Meses de sufrimiento en los que mi cuerpo luchaba por reaprender lo que antes había sido y librarse de las conexiones neuronales que palpitaban por volver a sentir el influjo de la droga. De no ser por el equipo médico y por el préstamo que mi padre tuvo que pedir al banco para pagar la hospitalización, no creo que hoy en día estuviera narrando esta historia.

Y finalmente, el destino caprichoso quiso dar un giro inesperado a los acontecimientos. Mi asesor y guía en el centro se llamaba Gregorio, un hombre de unos cincuenta años que de alguna manera había sido el artífice de mi recuperación. Recuerdo las largas charlas en la terapia y la forma tan amable, aunque firme, de reconducir mi conducta. Gracias a él, tras cerca de un año de tratamiento pude por fin afirmar que mi dependencia había quedado atrás. Como muestra de agradecimiento, hablé con Gregorio y le dije que quería invitarle a cenar. Él no aceptó al principio, pero dada mi insistencia, asintió finalmente y quedamos en reunirnos en un restaurante al día siguiente.



Fue una situación inusual, ya que este tipo de gestos no solían darse entre paciente y terapeuta, pero allí estábamos, frente a frente como dos amigos. La velada pasó de forma muy cordial. Gregorio desprendía amabilidad por cada poro de su ser y de alguna manera el tema de mi abuelo y la historia del reloj salió a la luz. Le expliqué los detalles, sin omitir la muerte del sargento ni quién era el artífice; le hablé del reloj que guardaba en mi cajón y la búsqueda durante mucho tiempo de algún pariente de Juan Ramón Maestre.






Y entonces, Gregorio soltó el cuchillo y el tenedor que sostenía en las manos y abrió los ojos, asombrado. Me hizo repetir el nombre, un par de detalles más y permaneció en silencio durante un tiempo. Yo no sabía qué sucedía y por qué se comportaba de aquella manera. Finalmente, me dijo que aquel hombre era su tío abuelo y que él mismo se llamaba Gregorio Maestre, que conocía poco de la historia porque solo llegaron a la familia algunos detalles de su muerte y que hasta hacía bien poco no sabía en qué fosa común lo habían enterrado. Sin embargo, y gracias a la Asociación de la Memoria Histórica, una organización que velaba y trabajaba para recuperar muchos de aquellos cuerpos perdidos, pudo conseguir el permiso para la exhumación del cadáver y enterrarle como dios manda en el cementerio familiar.



Yo me quedé blanco. Jamás hubiera podido imaginar que aquella historia hubiera terminado de aquella manera, con mi propio terapeuta y por medio de un cúmulo de caprichos del destino, siendo el pariente de aquel guerrillero. Me levanté, me acerqué hacia él y le di un abrazo sincero, lleno de agradecimiento, pero también de alivio por haber sido el artífice de la curación de mi cuerpo y mi alma. Por fin, mi abuelo vería desde donde quiera que estuviera que su búsqueda había terminado.

Un par de días más tarde volví a reunirme con Gregorio. Había mucho de qué hablar y yo estaba ansioso por saber cualquier detalle que pudiera aportar. No había mucho más, aparte de que el grupo de Juan Bravo, aquellos guerrilleros que habían sido compañeros de mi abuelo y del propio Juan Ramón, fueron cayendo poco a poco hasta quedar diezmados por la serranía. Cuando la guerra terminó, muchos se refugiaron en pequeños pueblos para tratar desapercibidos, pero en muchos casos fue inútil. Los Arcas, una organización falangista especializada en dar caza a los soldados del bando republicano, los iban atrapando poco a poco para darles muerte, a veces entre horribles torturas y sin piedad alguna.

El día de nuestro encuentro, yo llevaba el reloj conmigo. Lo saqué de mi bolsillo y se lo tendí para que finalmente volviera a la familia a la que pertenecía. Él lo tomó entre las manos, lo observó durante un rato y me lo volvió a entregar. Me dijo que aquel objeto me pertenecía más a mí que a su familia y que prefería que lo siguiera custodiando. Entendí su sentimiento. En verdad, mi abuelo y yo mismo habíamos creado un lazo con aquel reloj que traspasaba los límites de la mera propiedad. Nos estrechamos las manos con la sensación de aquel vínculo que habíamos forjado jamás iba a desaparecer.



Hace ya de esta historia más de veinte años. El reloj sigue funcionando a la perfección y lo suelo llevar en la muñeca casi a diario. Es mi conexión con el pasado, con un mundo que ya no existe, pero que representó todo mi presente y posiblemente mi futuro. Mi mujer y mis dos hijos saben de la importancia que tiene para mí, aunque desconocen ciertos detalles íntimos que prefiero permanezcan en la sombra. Solo unos pocos sabemos la verdad.

De vez en cuando me reúno con Gregorio. Ya tiene una edad y hace tiempo se jubiló. Pasa sus veranos cerca de La Casa Grande, donde mis padres siguen viviendo y donde yo he enseñado a montar en bicicleta a mis hijos tal y como mi abuelo hizo conmigo. Paso muchas tardes a la sombra del porche, escribiendo mis recuerdos igual que lo hizo él. La vida se ve de otra manera cuando la ves plasmada en un papel. Sé que algún día yo ya no estaré y que el reloj del abuelo pasará a otras manos. Espero que cuiden de él tanto como yo lo he hecho y entiendan el secreto que esconde en su continuo latir.

Maravilloso, que gran relato. Enhorabuena, me ha tenido enganchado. Sigue así escribiendo de esta manera. Un abrazo.
 
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Maravilloso, que gran relato. Enhorabuena, me ha tenido enganchado. Sigue así escribiendo de esta manera. Un abrazo.
Muchas gracias! Un abrazo igualmente.
 
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:clap:Qué bien se te da esto compañero. Me ha encantado el relato. Y el reloj en cuestión, obviamente. :ok:
 
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Estoy profundamente agradecido de la lectura que nos has brindado maestro. Gracias, un abrazo.
 
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Pues por aquí anda este pequeño relato por si os apetece leerlo.
 
Un emotivo relato, y que recuerda tiempos y acontecimientos lamentables en nuestra historia.

Espero que nunca se repita una guerra civil, donde pierden todos, excepto los empresarios que la financian.
 
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Un emotivo relato, y que recuerda tiempos y acontecimientos lamentables en nuestra historia.

Espero que nunca se repita una guerra civil, donde pierden todos, excepto los empresarios que la financian.
Muchas gracias por tu comentario. Un saludo.
 
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