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[h=1]La cofradía de los relojeros, los encargados de cuidar el tiempo de los porteños[/h][h=2]Son 15 expertos que todos los meses se juntan a almorzar en el restaurante El Globo para compartir su pasión. Intercambian piezas y libros. Uno de los participantes es el fiscal Carlos Stornelli.[/h]
[h=1]La cofradía de los relojeros, los encargados de cuidar el tiempo de los porteños[/h][h=2]Son 15 expertos que todos los meses se juntan a almorzar en el restaurante El Globo para compartir su pasión. Intercambian piezas y libros. Uno de los participantes es el fiscal Carlos Stornelli.[/h]
A Ángel el oficio le llegó por herencia. Su papá, español, se lo transfirió. Tiene su propio local al que nombró "La madrileña".El primer viernes de cada mes, 15 hombres se sientan a una mesa. Es larga, de madera, con un mantel blanco, al fondo del restaurante El Globo, conocido por su puchero y por un cliente, quien se sentaba a pocos metros de ahí, cien años atrás. “La mesa 34 -dice un mozo mientras señala hacia un ventanal que da a la calle Salta- es la del aviador Jorge Newbery y esa -apunta a una de las paredes donde termina el salón- es la de los relojeros”.
Son las 13 y unos minutos. El grupo está citado para dentro de media hora, lapso en el que un fiscal federal, un maquinista de tren, un jefe de Rolex Argentina, un operador de radio, un combatiente en Malvinas, varios profesores, un ruso, un despachante de aduana y varios jubilados completarán la mesa.
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La cofradía de los relojeros se reúne siempre en el restaurante El Globo, entre ellos el fiscal Carlos Stornelli. Foto: Andres D'Elía.[/FONT]
“Hubo intentos anteriores, pero esto empezó en 2003”, dice Daniel Gallorini, uno de los primeros en llegar. Elige la cabecera. Alto, con anteojos colgados al cuello, lleva encajada bajo la axila una carpeta con documentos. Entre ellos hay un acta, que resume lo que ocurrió un octubre de hace quince años, cuando, a la salida de un local de venta de repuestos de relojes, decidió fundar, junto al fiscal federal Carlos Stornelli, la Academia Argentina de Relojería. Una entidad que quedó en nombre, mutó a almuerzo mensual, pero no perdió los objetivos: “La finalidad -dice Gallorini- es fijar bases, compartir información, formar una cofradía relojera”.
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Gallorini es hijo, sobrino y primo de relojeros. Esa herencia lo acompaña desde que era un bebé y en su mesita de comer se entretenía con ruedas de relojes. La notoriedad le llegó rápido, después de mudarse de Buenos Aires a Córdoba, en busca de un amor que no prosperó, pero que lo llevó a conocer el reloj de la Catedral de Córdoba, arreglarlo y salir en los diarios locales. Tenía 20 años, hoy 62 y su trabajo ya no está en las torres, sino en un taller en el que a pedido de coleccionistas repara relojes mecánicos, antiguos, suizos o franceses.[FONT="][/FONT]
“Recomponer un mecanismo es una victoria. Pero lo que me inquieta en este tipo de relojes es mucho más que lo práctico”, dice y da un ejemplo: “Si usted desarma un lavarropas no va a encontrar algo artístico, pero si desarma un reloj mecánico, sí. Las piezas tienen terminaciones que no cumplen ninguna utilidad, más que artística”.
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Hacía varios almuerzos que por distintos motivos no podía asistir, pero esta vez se muestra entusiasmado e invita a ver su carpeta llena de listas, actas y fotos. Entre sus papeles también hay un paquetito hecho con hojas blancas, que adquieren volumen por lo envuelven. Es un reloj. Durante el encuentro, paquetitos similares con repuestos, carcasas y piezas irán pasando de mano en mano, por encima de platos y vasos.
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Son las 13:30, la mesa empieza a llenarse y Pedro Narduzzi anuncia “acá viene un peso pesado”. Lo dice para introducir a Juan Trumer, un hombre de 82 años que trabajó 40 en el servicio técnico de los relojes Patek Philippe en la joyería Ricciardi -la que Mirtha Legrand dice que es de su confianza-, y que después de una eternidad de matrimonio sigue peleando con su esposa por un espacio más, un libro más, en una casa repleta de herramientas y textos.
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“Tiene una biblioteca con 500 libros. En francés, en español, en inglés. Todos, sobre relojes. Los fotocopia y comparte”, describe Narduzzi. A lo largo de la mesa, él también es uno de los más elogiados. Todos admiran su ingenio.
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Su adicción -así la llama Narduzzi- nació cuando estaba en el colegio industrial San Carlos, de Almagro, y ayudaba al mantenimiento del reloj de la iglesia. En 77 años, por sus manos pasaron relojes de pie, pared, mesa, bolsillo, muñeca y torre. Su nombre está detrás de la recuperación del reloj de 105 años de la basílica Sagrada Familia de Banfield y podría estar detrás del reloj de la Confitería del Molino.
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“Me consultaron si podía repararlo, tengo que hacer un presupuesto”, dice con timidez y prefiere mostrar un video del reloj de la catedral bonaerense de Mercedes, que semanas atrás filmó con su celular. Lo pone en posición horizontal y lo deja a la altura de los ojos de sus compañeros de mesa. “Tiene un carillón espectacular”, dice. Sus interlocutores entienden.
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Por las manos de Pedro Narduzzi pasaron todo tipo de relojes: de pie, pared, mesa, bolsillo, muñeca y torre. Foto: Gentileza Diego DiCarlo[/FONT]
A tres sillas de distancia, Horacio Cantarutti, le pone palabras a ese código en común: “Estar acá es la excusa para hablar de lo que nos gusta y saber en qué está cada uno. Después de tantos años, el amor por los relojes nos hizo amigos”.
Cantarutti es gerente técnico de Rolex Argentina. En el país la empresa importa y tiene un servicio de posventa. Ahí empezó como técnico, siguió en atención al público, después fue instructor y hace varios años es jefe. Pero antes, cuando todavía era un adolescente sin el bigote negro que ahora domina su cara, fue la primera generación de egresados en relojería del Otto Krause. Hoy, a sus 63 años, dirige una carrera de formación en el “Sindicato Unificado de Relojeros y Joyeros de la Argentina”.
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Muchos de los que pasaron por la escuela del sindicato integran la mesa. Está Hernán Martín, motorman del tren Roca y relojero aficionado. Está Álvaro Graña, quien creció abriendo los relojes de su papá y hoy trabaja de reparar el tiempo ajeno. También, Aleksis Voronkin, el más joven. Hace 37 años nació en Ucrania. En 2001, poco antes de que se sucedieran cinco presidentes en una semana, hubiera heridos, muertos y saqueos, llegó al país. En Buenos Airesaprendió el oficio, con amigos inmigrantes que vendían relojes en la calle.
“Funcionaban un día, al otro menos y después nada. Me cansé. Empecé a bajar libros por Internet, a estudiar mecanismos y me anoté en la escuela”, reconstruye en un castellano claro y duro.
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Los almuerzos son la oportunidad para mostrar en qué está trabajando cada uno. En la mesa, un reloj de ojal, un reloj de inglés de bolsillo y otro francés, en caja.[/FONT]
David Ruiz es otro ex alumno. Marino, combatiente en Malvinas y despachante de aduana, armó una mesa de relojero en un rincón de su oficina. “Pierdo la percepción del tiempo delante de un reloj”, dice. En su oficina lo espera un Omega de bolsillo, con una locomotora grabada en una de sus tapas.
“Es de 1910, se daba a los guardas de tren, cuando el ferrocarril era administrado por los ingleses”, explica, y agrega que cada reloj es un desafío. Que concentrado bajo la lámpara, con la lupa en el ojo, muchas veces le aparecen dudas y le escribe por WhatsApp a Hugo Maiutto.
Maiutto tiene una vida detrás de los relojes: a sus 12 años -tiene 77- su papá le trajo un despertador que encontró en una demolición. Maiuttolo arregló, sin saber cómo. A los pocos días, la anécdota llegó a los oídos de un vecino, que tenía un local de reparación de televisores, planchas, radios, lámparas y relojes descompuestos, que empezaron a ser derivados a la habitación infantil de Maiutto. Salían perfectos.
“El verdadero relojero es el que crea sus herramientas, el que tornea, lima, agujerea, suelda, y llega a una solución, no el relojero que consigue el repuesto exacto”, dice Maiutto.
Son las 15. Algunos comen filet de merluza con papas, otros milanesa a la napolitana, otros ravioles. Hay vino tinto. Varios dicen que el tiempo empezó cuando el hombre se paró de espaldas al sol y midió su propia sombra. Otros piensan que la puntualidad es un invento para que no choquen los trenes. Acá, en un restaurante en el que la hora la ofrece el televisor que cuelga en la pared y las pantallas de los celulares, todos coinciden: “el relojero está en extinción”.
Pero también dicen que todavía son necesarios, que las marcas de lujo los buscan, que en esta mesa el conocimiento se preserva para los que vengan. “Es importante que la relojería mecánica crezca entre los jóvenes, ahí pueden tener una salida laboral”, dice Ángel Freijo. “En estos almuerzos -invita- el conocimiento se comparte”. Y eso harán durante las próximas dos horas, hasta las 17:30, cuando en la mesa sólo queden Juan Zuca y Raúl Romero.
Al fondo del salón, son dos hombres grandes ensimismados frente a un reloj inglés, de 130 años, con la firma Le Roy -familia real de relojeros- grabada. Juan Zuca dice que es muy especial medir el tiempo. "Ver todas las piezas sobre el escritorio, ir armando y que empiece a hacer tic tac. “Nosotros -sintetiza Romero- le damos vida al tiempo otra vez, y esa función no va a morir”.
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https://www.clarin.com/ciudades/cof...gados-cuidar-tiempo-portenos_0_Asxh74nT4.html
El LINK ME LO ENVIÓ UN MUY QUERIDO HERMANO AUSTRAL , RESULTA QUE SON MIEMBROS, NUESTROS QUERIDOS GOLIPO,Y SERGIOWILDE.