Es fin de semana, cena con los amigos de siempre. Entre copas, risas y bromas, alargas la mano y entonces alguien lo ve. Un reflejo te delata.
-¿Paco, ese reloj es nuevo, no?- pregunta el primero en darse cuenta.
Un sudor frío resbala.
-Sí -respondes con resignación- Un pequeño capricho -añades en tono despreocupado intentando quitarle importancia al asunto, aunque sabes que es inútil.
Quizá nadie haga la pregunta clave.
O sí...
-¿En cuánto te ha salido la gracia?
En el centro de la diana. Más sudores. Todas las miradas están cargadas y apuntan en tu dirección.
-Bueno... es un poco caro, pero si tenemos en cuenta la marca y la calidad de los materiales... -te sacas el reloj de la muñeca y lo giras intentando explicarlo todo ante esas miradas de desaprobación-, pues tampoco es tan...
-¿Pero no habrás pagado más de 100 euros por eso, no Paco? Que mi amigo Mohamed, el del mercadillo de la esquina, te da por lo menos 5 iguales a ése con 100 euros -te interrumpe alguien.
Bajas la mirada hacia tu muñeca y sientes oleadas de indignación. "Cien euros", repites en tu cabeza con incredulidad. Se te ocurre un comentario apropiado para la ocasión, uno que relaciona esa cantidad de dinero con la tarifa de la supuesta profesión de la madre de tu amigo, pero decides callártelo.
-Pero no digas tonterías Paco, no ves que gastarse dinero en relojes es una gilipollez como una casa?- agrega.
-Hombre, es que estas cosas hay que entenderlas para valorarlas -respondes con el tono más amable que te permite tu paciencia infinita, gracias a las enseñanzas de tu maestro Zen. Vuelves a sacarte el reloj e intentas explicarles por qué es tan especial. Empiezas por la esfera. Repasas el toque delicado del bisel con tu dedo índice. El contraste de éste con el dial. Los índices en armonía perfecta con las agujas. El brillo especial del zafiro. La robustez de la caja. La construcción impecable del brazalete. Los acabados de la corona. Los detalles del calibre.
Y finalmente revelas el precio...
Igual que intentar explicarles qué es Dios a un grupo de ateos. Describirle un paisaje a unos ciegos. Hacer que una máquina derrame una lágrima. Explicar el amor con fórmulas matemáticas.
-¡Por el amor de Dios! -exclama Diego, que acaba de comprarse una tele de plasma de 2500 euros.
-Paco, ¿pero qué tienes en la cabeza? -dice Pablo, que cada año cambia 1253,25 € por pequeños cilindros de felicidad efímera que transforma en humo.
-Estás loco -dice Pedro, que éste año ha vuelto a cambiar de coche.
-Joder -dice Joaquín, quien acaba de comprarse un portátil de 1500 euros que valdrá la mitad de 3 meses, y quedará desfasado en 6.
Y yo me pregunto, ¿cuántos de ellos sentirán, en toda su vida, siquiera la milésima parte de la emoción que sentimos al ver avanzar las agujas durante tan sólo un segundo?
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Es una historia inventada. Mejor dicho una caricatura de una escena típica que alguna vez nos toca pasar, deformada hasta los extremos, pero conozco a más de uno que ha tenido que pasar algo similar.
Pensaba abrir el hilo con la pregunta de por qué están los relojes socialmente tan mal aceptados, cuando hay otras cosas, incluidos vicios, que están mejor vistos.
Por qué no puedo gastarme 2000 euros en un reloj que me durará décadas, y que cada vez que lo miré me sentiré satisfecho con él, pero otra persona sí puede gastarse 2000 en llantas de aleación, 500 euros en un par de prendas de ropa de marca cara, 50 euros cada vez que va a la discoteca?
Siguiendo la famosa frase de: "Es mi gato y me lo f**** como quiero", "es mi dinero y me lo gasto como quiero."