
Goldoff
Administrador de RE
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Inició el hilo (OP)
Seudónimo: "Plutón", 2º relato
EL HECHIZO DE PRAGA
Faltaban pocos minutos para la medianoche en Praga. El pequeño séquito real contemplaba la fachada de la Torre del Reloj Astronómico, cuyas manecillas ascendían segundo a segundo, apuntando hacia el cielo azabache.
El Rey no podía estar más satisfecho. ¡Por fin estaba terminado! Llevaba años esperando el momento de ver por fin en funcionamiento la más avanzada pieza de tecnología que el mundo jamás hubiera conocido. El Maestro Relojero Mikulas de Kadan sin duda se había esmerado, depositando todo su esfuerzo y saber en esta obra suprema, que haría de Praga la ciudad más importante de Europa y del mundo. Desgraciadamente, sería su última obra: Mikulas sería ejecutado la mañana siguiente, oculto por harapos, como si de un bandido común se tratara. Era lo justo, se decía el Rey, ya que nadie más en el mundo podía ni debía conocer los secretos de manufactura de tan majestuoso mecanismo, que arderían en pocas horas junto con su diseñador. Éste yacía ahora en un aislado calabozo, sintiendo gotear los segundos que lo acercaban a su severo destino.
Una vez en la torre, las vísceras de la bestia mecánica quedaron expuestas ante los ojos del incrédulo grupo, atónito al ver semejante despliegue de ingenio y conocimiento. Pero, entre todos ellos, hubo un alma que quedó más que sorprendida y más que sobrecogida. La hija del Rey acababa de quedar hechizada.
La visión del esqueleto metálico del ingenio había abierto los ojos y los oídos de la joven, permitiéndole entender de un modo instintivo el lenguaje del reloj. La maquinaria cuchicheaba, murmuraba sin cesar sonidos que sólo unos pocos podrían comprender: cada giro de rueda, cada arco balanceándose, cada engranaje rotando susurraba ideas hermosas, palabras hechas de arte y de ciencia, frases que explicaban la belleza de lo que es perfecto. Todo el saber humano se recogía en aquella lóbrega Torre: la medición del tiempo, el paso de los días y las noches, la metamorfosis de la Luna en su eterno baile con el Sol y las estrellas. Aurora, Orto, Cenit, Crepúsculo. Ese reloj era el Universo. Y su creador estaba destinado a morir abrasado a causa de la soberbia y la codicia de un hombre miserable.
Mikulas jamás entendería lo sucedido aquella noche.
No entendía cómo una muchacha fue capaz de entrar en los calabozos, abrir su celda y dejarle libre. Ni por qué los guardias reales no le persiguieron con sus jaurías, al encontrar su celda vacía por la mañana. Ni sobre todo, la razón de aquel beso recibido antes de su partida, breve como un latido del corazón, dulce y tibio como la miel.
El Rey presidía la ceremonia de ejecución en el estrado instalado bajo el resplandeciente dial del nuevo Reloj. Debería ser un momento feliz, pues su sueño se había concretado: el reloj estaba concluido y su secreto quedaría oculto eternamente. Y sin embargo, estaba inquieto. La serenidad del Maestro Relojero mientras era elevado hacia la pira lo había impresionado, pero lo que de verdad había turbado su espíritu era el silencio total con el que las llamas habían devorado su cuerpo cubierto de sucios harapos. Ni una palabra había surgido de aquellos labios, ni un gemido. Un escalofrío recorrió su espalda. Se revolvió, incómodo en su asiento. Miró hacia atrás un instante, para después volver su vista una vez más hacia la plaza. Mientras contemplaba los inmóviles restos ardientes del relojero, no podía evitar preguntarse por qué el sitio que debía estar ocupado por su hija se encontraba vacío.
EL HECHIZO DE PRAGA
Faltaban pocos minutos para la medianoche en Praga. El pequeño séquito real contemplaba la fachada de la Torre del Reloj Astronómico, cuyas manecillas ascendían segundo a segundo, apuntando hacia el cielo azabache.
El Rey no podía estar más satisfecho. ¡Por fin estaba terminado! Llevaba años esperando el momento de ver por fin en funcionamiento la más avanzada pieza de tecnología que el mundo jamás hubiera conocido. El Maestro Relojero Mikulas de Kadan sin duda se había esmerado, depositando todo su esfuerzo y saber en esta obra suprema, que haría de Praga la ciudad más importante de Europa y del mundo. Desgraciadamente, sería su última obra: Mikulas sería ejecutado la mañana siguiente, oculto por harapos, como si de un bandido común se tratara. Era lo justo, se decía el Rey, ya que nadie más en el mundo podía ni debía conocer los secretos de manufactura de tan majestuoso mecanismo, que arderían en pocas horas junto con su diseñador. Éste yacía ahora en un aislado calabozo, sintiendo gotear los segundos que lo acercaban a su severo destino.
Una vez en la torre, las vísceras de la bestia mecánica quedaron expuestas ante los ojos del incrédulo grupo, atónito al ver semejante despliegue de ingenio y conocimiento. Pero, entre todos ellos, hubo un alma que quedó más que sorprendida y más que sobrecogida. La hija del Rey acababa de quedar hechizada.
La visión del esqueleto metálico del ingenio había abierto los ojos y los oídos de la joven, permitiéndole entender de un modo instintivo el lenguaje del reloj. La maquinaria cuchicheaba, murmuraba sin cesar sonidos que sólo unos pocos podrían comprender: cada giro de rueda, cada arco balanceándose, cada engranaje rotando susurraba ideas hermosas, palabras hechas de arte y de ciencia, frases que explicaban la belleza de lo que es perfecto. Todo el saber humano se recogía en aquella lóbrega Torre: la medición del tiempo, el paso de los días y las noches, la metamorfosis de la Luna en su eterno baile con el Sol y las estrellas. Aurora, Orto, Cenit, Crepúsculo. Ese reloj era el Universo. Y su creador estaba destinado a morir abrasado a causa de la soberbia y la codicia de un hombre miserable.
Mikulas jamás entendería lo sucedido aquella noche.
No entendía cómo una muchacha fue capaz de entrar en los calabozos, abrir su celda y dejarle libre. Ni por qué los guardias reales no le persiguieron con sus jaurías, al encontrar su celda vacía por la mañana. Ni sobre todo, la razón de aquel beso recibido antes de su partida, breve como un latido del corazón, dulce y tibio como la miel.
El Rey presidía la ceremonia de ejecución en el estrado instalado bajo el resplandeciente dial del nuevo Reloj. Debería ser un momento feliz, pues su sueño se había concretado: el reloj estaba concluido y su secreto quedaría oculto eternamente. Y sin embargo, estaba inquieto. La serenidad del Maestro Relojero mientras era elevado hacia la pira lo había impresionado, pero lo que de verdad había turbado su espíritu era el silencio total con el que las llamas habían devorado su cuerpo cubierto de sucios harapos. Ni una palabra había surgido de aquellos labios, ni un gemido. Un escalofrío recorrió su espalda. Se revolvió, incómodo en su asiento. Miró hacia atrás un instante, para después volver su vista una vez más hacia la plaza. Mientras contemplaba los inmóviles restos ardientes del relojero, no podía evitar preguntarse por qué el sitio que debía estar ocupado por su hija se encontraba vacío.