Lo verdadero y lo falso. Juan José Millás
Durante las vacaciones, Jorge le compró un Rolex falso a un árabe que ponía un tenderete en el mercadillo de su pueblo (siempre había envidiado al hermano de su mujer, que tenía uno de verdad). No se lo dijo a nadie, por miedo a ser tachado de ridículo, pero a veces se encerraba en el cuarto de baño para contemplarlo a gusto, como el que se fuma un cigarrillo clandestino. Sentado en el borde de la bañera, observaba el movimiento de sus agujas, la perfección de sus formas, el brillo de su caja de acero. Por las mañanas, al meterse en el coche para ir a trabajar, se lo ponía en la muñeca, desplazando hacia arriba la manga de la camisa. El Rolex falso le proporcionaba un sentimiento de seguridad incomprensible. Al detenerse en los semáforos lanzaba al conductor del automóvil de al lado una mirada de superioridad. Pero se lo quitaba de nuevo al entrar en la oficina, pues su sueldo no daba para tales caprichos y tarde o temprano habría tenido que confesar que era de imitación.
Llegó a vivir con el Rolex una pasión secreta no muy distinta a la que se vive con una amante, pues se veía con él a escondidas, en lugares donde ningún conocido pudiera sorprenderlo en el acto de mirar la hora. Pronto comenzó a buscar excusas para salir de casa solo. Una vez lejos de su barrio, se ponía el reloj y paseaba elegantemente por la calle. Le gustaba entrar a tomar una copa en las cafeterías de los hoteles, donde miraba continuamente la hora, como si esperara a alguien. Un día, un camarero le dijo con admiración:
—Ése es el modelo de Rolex que más me gusta.
—¿Por qué? –preguntó Jorge.
—Porque sí, porque es bellísimo. Jorge le agradeció el halago y salió de la cafetería henchido de un placer que, aunque falso (como el reloj), le proporcionó unos instantes de dicha. Pero entonces se preguntó cómo sería la sensación de tener un Rolex de verdad, un Rolex legítimo, auténtico, un Rolex como Dios manda, en fin. A partir de ese instante comenzó a sufrir. El reloj marchaba bien, muy bien, no se retrasaba ni se adelantaba un solo segundo. Daba, pues, la hora, que es lo fundamental en un reloj. Pese a ello, a Jorge le parecía que las horas contabilizadas por aquellas agujas falsas eran también horas falsas, horas copiadas de las horas de verdad. La idea le creó un malestar difuso. No se deshizo del reloj, pero dejó de presumir de él ante los desconocidos. Si la relación hasta ese instante había sido clandestina, ahora se volvió secreta.
Un día, encontrándose en la casa de su cuñado, a donde su mujer y él habían acudido para la celebración de una comida familiar, observó que el hermano de su mujer no llevaba puesto su Rolex. Tras pedir disculpas para ir al cuarto de baño, se internó en el pasillo de la casa y entró en el dormitorio principal. En seguida vio el Rolex verdadero de su cuñado brillando como una joya sobre la mesilla de noche. Entonces sacó el Rolex falso del bolsillo y cambió uno por otro. Pasó los siguientes días bajo un estado de agitación indeseable, temiendo que el hermano de su mujer descubriera el canje. Pero no ocurrió nada. De hecho, habló varias veces con él por teléfono sin que en la conversación mencionara nada relativo al reloj. Poco a poco, Jorge se fue tranquilizando, lo que le permitió disfrutar a solas de la nueva adquisición. Pasaba tanto tiempo en el cuarto de baño, adorándolo más que observándolo, que su mujer pensó que había vuelto a fumar a escondidas.
—¿Qué haces tanto tiempo en el baño?
—¿Qué crees tú que se hace en los cuartos de baños? –respondía él.
—Los niños y los maridos tontos, fumar. Pero lo cierto es que no olía a tabaco. Pese a que empezó a sospechar que tenía una amante, tampoco le encontró nunca pelos de mujer en la ropa. Pero algo ocurría, pues lo cierto es que Jorge se arreglaba más de lo normal. ¿Quién iba a sospechar que se arreglaba para el Rolex? Un día, cuando se estaban metiendo en la cama, su mujer le dijo:
—¿Te acuerdas del Rolex de mi hermano? Se lo compró a un vendedor ambulante por cuatro pesetas, pues era de imitación, aunque siempre nos hizo creer que era de verdad. Pues bien, el caso es que ha ido a cambiarle la pila y le han dicho que es de verdad. ¿Qué te parece? Es como si le hubiera tocado la lotería.
Jorge permaneció dentro de la cama con los ojos abiertos durante varias horas. Luego, cuando su mujer entró en un sueño profundo, fue al cuarto de baño con la idea de abrirse las venas, pero le faltó valor. En cuanto al Rolex, lo arrojó a una alcantarilla.