Jesús
Gran Cruz al Mérito Forero
Sin verificar
"¿Os habéis preguntado alguna vez por qué la moda de los relojes digitales, en los que las cifras aparecen directamente en la esfera, no ha cuajado? No sólo porque esas cifras son feas, sino porque son agobiantes.
Los relojes, que se llevan desde hace trescientos años, jamás fueron tan amenazadores. Las agujas hacen girar el tiempo en la esfera lo mismo que un domador hace girar a su caballo sujeto por la soga. En esta circunstancia de los minutos y de las horas, la duración da la impresión de repetirse, como si fuera inmutable.
Los primeros relojes de cifras, luminosas o no, aparecieron en la década de los años sesenta. Marcaban las horas y los minutos en planos fijos, lo mismo que los relojes de aeropuerto. No hay más cambio que el puntual de la última de las cuatro cifras una vez por minuto. El tiempo da la impresión de cambiar menos que en una esfera redonda.
Pero en los relojes digitales de cuarzo, de una precisión enorme, todo se halla acelerado. A la vista de sus seis cifras -dos para las horas, dos para los minutos y dos para los segundos-, el tiempo huye ante nosotros ojos a toda marcha. Cada segundo empuja al precedente hacia la nada y con él a nosotros. Ahora el tiempo, en nuestra muñeca, ya no gira en redondo, se desmenuza.
El crítico Jean-Louis Bory, que llevaba en la muñeca este artilugio de último grito, poco antes de su suicidio decía a un amigo: «¿Ves este reloj? ¡Es mi muerte!». Para él, la ilusión reconfortante de un tiempo circular se había esfumado. El implacable tiempo lineal le había agarrado por la muñeca.
Los relojes digitales, excepto para medir los éxitos deportivos, en segundos o minutos, son demasiado metafísicos para nuestra tranquilidad moral. ¿Quién tiene ganas de que algo o alguien le esté recordando constantemente que el tiempo en su vida se escapa a toda prisa?"
Los relojes, que se llevan desde hace trescientos años, jamás fueron tan amenazadores. Las agujas hacen girar el tiempo en la esfera lo mismo que un domador hace girar a su caballo sujeto por la soga. En esta circunstancia de los minutos y de las horas, la duración da la impresión de repetirse, como si fuera inmutable.
Los primeros relojes de cifras, luminosas o no, aparecieron en la década de los años sesenta. Marcaban las horas y los minutos en planos fijos, lo mismo que los relojes de aeropuerto. No hay más cambio que el puntual de la última de las cuatro cifras una vez por minuto. El tiempo da la impresión de cambiar menos que en una esfera redonda.
Pero en los relojes digitales de cuarzo, de una precisión enorme, todo se halla acelerado. A la vista de sus seis cifras -dos para las horas, dos para los minutos y dos para los segundos-, el tiempo huye ante nosotros ojos a toda marcha. Cada segundo empuja al precedente hacia la nada y con él a nosotros. Ahora el tiempo, en nuestra muñeca, ya no gira en redondo, se desmenuza.
El crítico Jean-Louis Bory, que llevaba en la muñeca este artilugio de último grito, poco antes de su suicidio decía a un amigo: «¿Ves este reloj? ¡Es mi muerte!». Para él, la ilusión reconfortante de un tiempo circular se había esfumado. El implacable tiempo lineal le había agarrado por la muñeca.
Los relojes digitales, excepto para medir los éxitos deportivos, en segundos o minutos, son demasiado metafísicos para nuestra tranquilidad moral. ¿Quién tiene ganas de que algo o alguien le esté recordando constantemente que el tiempo en su vida se escapa a toda prisa?"