Los smartwatches tienen los días contados: en un plazo no mayor que dos generaciones la gente llevará implantes neuronales con asistentes sintéticos que le dirán la hora en cuanto piense en ello, le organizarán las citas, recogerán y filtrarán sus mensajes, monitorizarán su salud (y avisarán a los servicios de urgencia antes incluso de que su portador sepa que lo necesita), seleccionarán las noticias que le puedan interesar y mil cosas más, que harán que cualquier trasto con pantallita que ahora puedas imaginar en la muñeca parezca la versión kitsch de un periódico gratuito.
Y al mismo tiempo, seguirá habiendo gente que lleve y mantenga relojes mecánicos. De la misma manera que ahora algunos privilegiados pueden permitirse el placer de poseer, mantener y conducir coches de lujo anteriores a la tecnología de inyección electrónica, el faro halógeno o la caja de cambios sincronizada.
Lo dicho: el smartwatch, kaputt. Sólo es cuestión de tiempo.