
English87
The Beater Man
Contribuidor de RE
Sin verificar
Este es un relato corto que habla de la relación entre un pianista y su instrumento.
Una nube de humo de cigarrillo espesa como la niebla, me cegó cuando abrí la puerta principal del club de jazz. Hacía tiempo que no pasaba por allí a pesar de haber sido cliente asiduo y músico invitado en más de una ocasión. Pero desde que tuve mi accidente de coche las manos no volaban sobre el teclado del piano como antaño, así que me limitaba a escuchar de tapadillo en cualquier rincón bebiendo las notas musicales como si fuera yo mismo el que las estuviera fabricando. Aquel club de jazz había sido mi preferido por el ambiente neoyorquino que se respiraba con sus negros americanos cabalgando encima del escenario sobre los enrevesados acordes del swing y el blues.
Aquella noche no había concierto. Eran ya casi las tres de la mañana y apenas había público. Un par de parejas en una mesa y tres o cuatro personas en la barra apurando unas cervezas. John, el dueño y director del club me vio y me reconoció al instante. No eludí su saludo porque siempre me había caído bien aquel hombretón, gordote y simpático, que no ocultaba ni por un momento su acento californiano. Durante el tiempo en que me ventilé dos whiskeys nos contamos las últimas novedades de nuestras vidas y quedó impresionado cuando se enteró del fatal accidente que me llevó al hospital durante casi tres meses.
El piano reposaba con la tapa levantada en su lugar habitual y yo lo miraba de reojo. Era de media cola, orgulloso y exigente. Hacía mucho que no acariciaba su marfil blanco y negro y el calor de la bebida en mi estómago me hacía sentir extrañamente predispuesto a hacer equilibrios con mis manos torpes. John me empujó cariñosamente adivinando mis sentimientos y yo cedí sin ofrecer demasiada resistencia.
El piano me saludó como a un viejo conocido. Sabía quién era porque habíamos hablado en muchos conciertos y habíamos llegado a intimar. Recuerdo que una vez me confesó que le producía placer cuando le tocaba y que su sonoridad se excitaba y sus cuerdas vibraban con el timbre más melodioso. Yo sabía que eso era lo que sentía porque un pianista, igual que un buen amante, sabe cuándo roza el éxtasis su compañero. El piano se dejó acariciar ansioso de mis dedos sobre las teclas. Las notas graves se colaban en mi estómago con una frecuencia tan grave que parecían querer devorarme; el registro medio me agitaba la espina dorsal y los escalofríos me recorrían desde el cuello hasta los pies. Y los agudos….. los agudos eran hirientes como cuchillas afiladas, me cortaban los tendones, los nervios y los músculos. Reconocí esa vileza como una sutil y cruel venganza hacia mi persona por haberle abandonado durante todo aquel tiempo. Mis manos, al principio lentas y poco ágiles crecieron en confianza y las escalas se amontonaban haciendo cola por querer salir al aire, esperando cada vez más impacientes a que les llegara el turno para ser escupidas a través de la vieja madera marrón e innoble de aquel aparato que las mantenía prisioneras. Al cabo de pocos minutos dejé de ser yo para fundirme en un abrazo en el que sólo tenían cabida mi música y mi piano.
No me di cuenta en qué momento la gente abandonó el club de jazz. Las sillas se elevaban por encima de mi cabeza y se ponían boca abajo encima de las mesas, el tintineo de botellas y vasos me hacía saber que era tarde y que el club cerraba sus puertas. John me conocía de sobras y sabía que en aquel momento nada ni nadie podría hacerme parar de tocar, de traspasar la puerta de aquel cielo para regresar de nuevo a la insufrible vida terrenal. Optó por lo más coherente, me tiró las llaves encima de una mesa y me gritó que cerrara yo mismo. No era la primera vez que eso pasaba, por lo que le agradecí que, a pesar de mi poca delicadeza al haber desaparecido durante tanto tiempo, no hubiera mermado la confianza que existía entre los dos. El sonido me inundó entonces por completo. Estábamos solos en el bar, como dos amantes, como dos primerizos que descubren un cuerpo desnudo. Las paredes enmoquetadas me devolvían los acordes enriquecidos, pulidos de asperezas, rellenos de un suave tono como de mermelada. El piano dejó de lanzar las hirientes notas y se lo agradecí. Mis músculos se relajaron y los tendones volvieron a su posición habitual. El piano me lanzó de nuevo los poderosos graves hacia mi estómago y sentí un vacío como nunca había sentido. Aquellas notas me atravesaban de parte a parte, pero no le di importancia hasta que por casualidad mi vista se posó en un punto por debajo de mi pecho y no vi mi estómago. Pensé que alucinaba y volví a mirar. En aquel momento estaba interpretando una sonata de Chopin que jamás antes había tocado, ni tan siquiera estudiado. Era tal mi desconcierto que no sabía si me trastocaba más el hecho de no hallar mi propio estómago o el hecho de tocar una pieza que desconocía. En cierta manera supe qué estaba pasando, pero seguí tocando sin parar. Mis manos no cesaban de volar, de mantener aquel contacto sublime que me mantenía en vilo. Las notas graves me inundaron de nuevo y esta vez sentí el vacío en mis piernas. No quise mirar porque ya sabía lo que sucedía. Lo aceptaba. Hacia las seis de la mañana solo quedaban mis manos recorriendo el teclado. El resto de mí no estaba. El piano me había comido por entero y reía con su media cola abierta.
Cuando la mujer de la limpieza encendió las luces a las ocho de la mañana el piano dio su última nota, un do sobreagudo, que la mujer confundió con el chirrido de la puerta al cerrarse. Yo ya no existía. Siempre supe que la música acabaría matándome.
LA SONRISA DEL PIANO
Una nube de humo de cigarrillo espesa como la niebla, me cegó cuando abrí la puerta principal del club de jazz. Hacía tiempo que no pasaba por allí a pesar de haber sido cliente asiduo y músico invitado en más de una ocasión. Pero desde que tuve mi accidente de coche las manos no volaban sobre el teclado del piano como antaño, así que me limitaba a escuchar de tapadillo en cualquier rincón bebiendo las notas musicales como si fuera yo mismo el que las estuviera fabricando. Aquel club de jazz había sido mi preferido por el ambiente neoyorquino que se respiraba con sus negros americanos cabalgando encima del escenario sobre los enrevesados acordes del swing y el blues.
Aquella noche no había concierto. Eran ya casi las tres de la mañana y apenas había público. Un par de parejas en una mesa y tres o cuatro personas en la barra apurando unas cervezas. John, el dueño y director del club me vio y me reconoció al instante. No eludí su saludo porque siempre me había caído bien aquel hombretón, gordote y simpático, que no ocultaba ni por un momento su acento californiano. Durante el tiempo en que me ventilé dos whiskeys nos contamos las últimas novedades de nuestras vidas y quedó impresionado cuando se enteró del fatal accidente que me llevó al hospital durante casi tres meses.
El piano reposaba con la tapa levantada en su lugar habitual y yo lo miraba de reojo. Era de media cola, orgulloso y exigente. Hacía mucho que no acariciaba su marfil blanco y negro y el calor de la bebida en mi estómago me hacía sentir extrañamente predispuesto a hacer equilibrios con mis manos torpes. John me empujó cariñosamente adivinando mis sentimientos y yo cedí sin ofrecer demasiada resistencia.
El piano me saludó como a un viejo conocido. Sabía quién era porque habíamos hablado en muchos conciertos y habíamos llegado a intimar. Recuerdo que una vez me confesó que le producía placer cuando le tocaba y que su sonoridad se excitaba y sus cuerdas vibraban con el timbre más melodioso. Yo sabía que eso era lo que sentía porque un pianista, igual que un buen amante, sabe cuándo roza el éxtasis su compañero. El piano se dejó acariciar ansioso de mis dedos sobre las teclas. Las notas graves se colaban en mi estómago con una frecuencia tan grave que parecían querer devorarme; el registro medio me agitaba la espina dorsal y los escalofríos me recorrían desde el cuello hasta los pies. Y los agudos….. los agudos eran hirientes como cuchillas afiladas, me cortaban los tendones, los nervios y los músculos. Reconocí esa vileza como una sutil y cruel venganza hacia mi persona por haberle abandonado durante todo aquel tiempo. Mis manos, al principio lentas y poco ágiles crecieron en confianza y las escalas se amontonaban haciendo cola por querer salir al aire, esperando cada vez más impacientes a que les llegara el turno para ser escupidas a través de la vieja madera marrón e innoble de aquel aparato que las mantenía prisioneras. Al cabo de pocos minutos dejé de ser yo para fundirme en un abrazo en el que sólo tenían cabida mi música y mi piano.
No me di cuenta en qué momento la gente abandonó el club de jazz. Las sillas se elevaban por encima de mi cabeza y se ponían boca abajo encima de las mesas, el tintineo de botellas y vasos me hacía saber que era tarde y que el club cerraba sus puertas. John me conocía de sobras y sabía que en aquel momento nada ni nadie podría hacerme parar de tocar, de traspasar la puerta de aquel cielo para regresar de nuevo a la insufrible vida terrenal. Optó por lo más coherente, me tiró las llaves encima de una mesa y me gritó que cerrara yo mismo. No era la primera vez que eso pasaba, por lo que le agradecí que, a pesar de mi poca delicadeza al haber desaparecido durante tanto tiempo, no hubiera mermado la confianza que existía entre los dos. El sonido me inundó entonces por completo. Estábamos solos en el bar, como dos amantes, como dos primerizos que descubren un cuerpo desnudo. Las paredes enmoquetadas me devolvían los acordes enriquecidos, pulidos de asperezas, rellenos de un suave tono como de mermelada. El piano dejó de lanzar las hirientes notas y se lo agradecí. Mis músculos se relajaron y los tendones volvieron a su posición habitual. El piano me lanzó de nuevo los poderosos graves hacia mi estómago y sentí un vacío como nunca había sentido. Aquellas notas me atravesaban de parte a parte, pero no le di importancia hasta que por casualidad mi vista se posó en un punto por debajo de mi pecho y no vi mi estómago. Pensé que alucinaba y volví a mirar. En aquel momento estaba interpretando una sonata de Chopin que jamás antes había tocado, ni tan siquiera estudiado. Era tal mi desconcierto que no sabía si me trastocaba más el hecho de no hallar mi propio estómago o el hecho de tocar una pieza que desconocía. En cierta manera supe qué estaba pasando, pero seguí tocando sin parar. Mis manos no cesaban de volar, de mantener aquel contacto sublime que me mantenía en vilo. Las notas graves me inundaron de nuevo y esta vez sentí el vacío en mis piernas. No quise mirar porque ya sabía lo que sucedía. Lo aceptaba. Hacia las seis de la mañana solo quedaban mis manos recorriendo el teclado. El resto de mí no estaba. El piano me había comido por entero y reía con su media cola abierta.
Cuando la mujer de la limpieza encendió las luces a las ocho de la mañana el piano dio su última nota, un do sobreagudo, que la mujer confundió con el chirrido de la puerta al cerrarse. Yo ya no existía. Siempre supe que la música acabaría matándome.