M
Mulleras
Visitante
Buenos días.
Amaneció nublado este pasado domingo, pero a primeras horas de la mañana ya se iban alternando las nubes y el Sol. Esta vez la cita no fue en la cafetería de siempre, pues en esta época del año ya se hace difícil encontrar un sitio tranquilo donde conversar en el barrio marítimo, sin que una marabunta de visitantes apelmacen el ambiente con sus chirriosas y gritonas conversaciones, que a nadie importa salvo a ellos, pero quieren, a toda costa, hacernos partícipes de ellas. Así que a media semana, teniéndolo en cuenta, nos intercambiamos un par de mensajes cortos para cambiar el lugar de la cita.
Quedamos a la hora de costumbre en la puerta del antiguo ayuntamiento, abandonado hace un año para unas supuestas obras de mejora, que parecen prorrogadas de forma provisionalmente definitiva. Anteriormente, ya tuvieron la plaza empantanada durante un par de años para adecentarla y ahora que parecía que ya podíamos disfrutar de la zona, vuelta de nuevo con vallas y obras definitivamente provisionales. Pues ahí está, el antiguo edificio consistorial en obras justo delante de la puerta de la iglesia. ¡En fin!
Llegué primero al punto de encuentro, al que fui dando un paseo desde casa ya que me queda a unos 300 metros. Esta cita me evitaba tener que conducir hasta la playa y tener que aparcar, aunque esta vez, por el tema del turismo antes mencionado, me hubiera desplazado con una de las motos que, con esto de la puñetera pandemia, hace más de un año que no las muevo. Además, la plaza del pueblo es zona peatonal, salvo cuando hay bodas o funerales que, evidentemente, algunos coches tienen permiso para acercarse a la puerta del templo.
No pasaron ni tres minutos cuando vi a Jorge acercarse desde la rampa que da entrada al castillo, con su sempiterna bolsa bandolera colgada del hombro. Ahora, cada vez que la veo, me recuerda al fantástico bolsillo de Doraemon. ¿A ver qué sale hoy de ella? ¿A ver que escondía el mueble de la máquina de coser?
Nos dimos la mano y decidimos sentarnos en la terraza menos concurrida. No suelo frecuentar esta zona, por lo que me daba igual pedir el café en uno u otro local.
Como no sabíamos si nos servirían en la terraza, Jorge entró para averiguarlo. Enseguida salió y, mientras esperábamos a que nos tomaran nota, comenzamos una conversación. He de admitir que tenía mucha curiosidad por conocer la relación que había entre Jorge y todas esas plumas estilográficas, pues en ningún momento me pareció una persona que necesitara su venta, pero tampoco se le veía con mucho apego a ellas. Estaba claro que no era un coleccionista y no parecía que lo hubiera sido anteriormente. Yo lo veía como una persona extremadamente pragmática. Con la sutileza que me caracteriza, le pregunté directamente a bocajarro.
Ante mi pregunta, Jorge, sonrió con una mueca un tanto extraña. Esa expresión lo explicaba todo, sin mediar palabra alguna, cuando uno sabe la respuesta. Como una evidencia que siempre estuvo ahí, pero que solo se ilumina cuando la Señora Fletcher termina su capítulo, reuniendo a todo el mundo que está metido, de un modo u otro, en el tinglado.
Empezó con un “Verás…”.
Un muchacho delgado y desgarbado salió del local llevando en ristre una libretilla y un bolígrafo automático con los colores corporativos de un tostadero de café. Nos preguntó que queríamos tomar y, al levantar la cabeza para responderle, enseguida le reconocí. Fue compañero de mi hija en el colegio. David. -¡Hombre, David! ¿Qué tal? ¿Qué tal tu madre?
David era un buen chaval. Estudioso y deportista, pero no tuvo mucha suerte. Su padre perdió el trabajo por darle una paliza a dueño de la empresa para la que trabajaba y poco después, no conozco los pormenores, desapareció del pueblo, dejando al chico y a su madre en una situación complicada y, por lo que se, su madre sigue sumida en esa mierda de racha. Era lógico que el chico dejara los estudios para ponerse a trabajar y ayudar a su madre. ¡Una pena! Y una reverenda mierda como el sombrero de un picador de grande.
Me preguntó por mi hija y procuré no dar demasiados detalles. No me parecía bien mostrar al chaval lo que, por causas ajenas a él, no había tenido acceso.
Pedimos los cafés y mientras David nos los hacía parloteamos de trivialidades, como si nunca hubiera hecho la pregunta unos minutos antes. Interpreté, recordando su reacción ante mi curiosidad, que no era un tema que quisiera abordar, y menos con un desconocido, así que pensé que mejor era no insistir y dejarlo como estaba.
David regresó con los cafés. Esta vez, Jorge, se quedó sin esas porras que tanto le gustan. Solo tenían bollería industrial, por lo que únicamente pedimos las bebidas.
Cuando volvimos a quedarnos solos, Jorge volvió al “verás…”, como si el lapso de tiempo entre los dos “verás” no los hubiéramos vivido jamás.
-Las plumas eran de mi exmujer, Sofía. Se fue de viaje con sus compañeras de trabajo a Cuba, a costes pagados por la empresa como premio a la consecución, muy holgada, de los objetivos marcados a primeros de año. Y fue allí donde descubrió que su sitio estaba en la isla caribeña, junto a un tal Armando (realmente dijo “Armand”, pero me da vergüenza escribirlo porque me parece muy de la madre de Bridget Jones y no me parece muy digno, la verdad). Así que cuando regresó solo fue para decirme adiós y arreglarlo todo. Aunque lo pasé canutas siempre la he admirado por tener la valentía de dejarlo todo para cambiar su vida según lo viera tan claro, de repente. No quiso nada de lo que tenía. Ingresó en mi cuenta todo el dinero que tenía, salvo 10000 euros que se llevó. Nunca más he sabido de ella.
¡Joder! ¿Quién me mandaba preguntar nada? Podría echarle la culpa a la compañera Luca, pero esto ya estaba escrito cuando preguntó en el foro. Aunque me da a mí que de esto no hace dos días y si no las ha vendido hasta ahora es porque siempre albergó la esperanza de que Sofía volviera. ¿Pero que estoy diciendo? Tú a lo tuyo, Mulleras.
De repente cambio el semblante y se puso el bolso encima de la piernas. Llegó el momento esperado en que su mano se dirigiera al bolsillo de Doraemon, al misterioso mundo estilográfico de Sofía. Tenía que tener yo los ojos como platos, pero no me los veo.
-A ver si esta también te gusta-. Me dijo, sacando una caja blanca, esta vez sin bolsa de plástico, que enseguida reconocí como “Montblanc”, pero no se parecía a ninguna de las dos que tengo.
De mal color le viene el parto a la burra. A mí Montblanc…Ni fu ni fa. Me parecen extremadamente sobria, insulsas, serias y aburridas, pero reconozco que escriben de miedo. Es solo una cuestión estética. No tengo ningún otro argumento que me justifique. Sin embargo, en su día, compré la 146 y la 149 porque les reconozco el valor refugio que representan. Cuando quiera venderlas podré hacerlo por lo mismo que me costaron o perdiéndoles muy poco dinero. Y, francamente, es absurdo tener varias plumas de calidad y no tener las dos Montblanc por excelencia en la vitrina.
Esta vez me entregó la caja para que fuera yo quien la abriera. Limpié mi parte de la mesa con una servilleta y posé la caja en ella para abrirla minimizando al máximo cualquier accidente.
¡Y yo que pensaba que no podría ser peor que la Pelikan azulona esa del otro día!
Era una Montblanc Starwalker (yo la llamo “Darth Vader”). Si ya de por sí no me gustan las de la cumbre nevada, estas me desagradan especialmente. Ese, lo que sea, transparente de llevan siempre me ha caído mal. Muy mal. Es más fea que el Fary comiéndose un limón verde.
Supongo que mi cara era un poema porque, Jorge, se apresuró a volver a meter la mano en el bolsillo del gato cósmico para sacar otra caja exactamente igual. Me la dio para que la abriera, pero antes de ello me dijo que era el roller a juego y se la devolví. Me disculpé alegando que solo escribo con pluma o con lapicero y que esos artilugios no me interesan. Le pregunté el precio de la pluma.
Como nunca había tenido una de estas en las manos, no se a lo que me enfrento y mientras Jorge va dando rodeos con lo del precio, la saco de la caja para examinarla. Bueno, tampoco es tan fea como el Fary.
-¿Qué te parece?, me preguntó. Le dije la verdad. Que era una pluma que no me gustaba, pero tampoco la había probado nunca.
-¿Te parecen bien 135 euros?
No voy a quedarme sin probarla por esos 4500 duros de las antiguas pesetas, así que le di 150 euros y me devolvió el cambio. A las malas lucirá decentemente en mi vitrina de las Montblanc.
No nos terminamos el café de lo malo que llegaba a ser, pero seguimos conversando. Me dijo que tenía algunas plumas más, pero no muchas más. No recordaba exactamente donde las tenía. En una caja con cosas de Sofía, pero tenía que buscarlas en el desván (como tiene que molar tener un desván), así que me dijo que ya me llamaría cuando las encontrara, pero si quería mantener “los cafés de los domingos” seguro que encontrábamos de que seguir hablando. Y así quedó la cosa. Un saludo y muchas gracias.
Pdta: Nooooo. Ni de coña. No más Montblanc´s.
Amaneció nublado este pasado domingo, pero a primeras horas de la mañana ya se iban alternando las nubes y el Sol. Esta vez la cita no fue en la cafetería de siempre, pues en esta época del año ya se hace difícil encontrar un sitio tranquilo donde conversar en el barrio marítimo, sin que una marabunta de visitantes apelmacen el ambiente con sus chirriosas y gritonas conversaciones, que a nadie importa salvo a ellos, pero quieren, a toda costa, hacernos partícipes de ellas. Así que a media semana, teniéndolo en cuenta, nos intercambiamos un par de mensajes cortos para cambiar el lugar de la cita.
Quedamos a la hora de costumbre en la puerta del antiguo ayuntamiento, abandonado hace un año para unas supuestas obras de mejora, que parecen prorrogadas de forma provisionalmente definitiva. Anteriormente, ya tuvieron la plaza empantanada durante un par de años para adecentarla y ahora que parecía que ya podíamos disfrutar de la zona, vuelta de nuevo con vallas y obras definitivamente provisionales. Pues ahí está, el antiguo edificio consistorial en obras justo delante de la puerta de la iglesia. ¡En fin!
Llegué primero al punto de encuentro, al que fui dando un paseo desde casa ya que me queda a unos 300 metros. Esta cita me evitaba tener que conducir hasta la playa y tener que aparcar, aunque esta vez, por el tema del turismo antes mencionado, me hubiera desplazado con una de las motos que, con esto de la puñetera pandemia, hace más de un año que no las muevo. Además, la plaza del pueblo es zona peatonal, salvo cuando hay bodas o funerales que, evidentemente, algunos coches tienen permiso para acercarse a la puerta del templo.
No pasaron ni tres minutos cuando vi a Jorge acercarse desde la rampa que da entrada al castillo, con su sempiterna bolsa bandolera colgada del hombro. Ahora, cada vez que la veo, me recuerda al fantástico bolsillo de Doraemon. ¿A ver qué sale hoy de ella? ¿A ver que escondía el mueble de la máquina de coser?
Nos dimos la mano y decidimos sentarnos en la terraza menos concurrida. No suelo frecuentar esta zona, por lo que me daba igual pedir el café en uno u otro local.
Como no sabíamos si nos servirían en la terraza, Jorge entró para averiguarlo. Enseguida salió y, mientras esperábamos a que nos tomaran nota, comenzamos una conversación. He de admitir que tenía mucha curiosidad por conocer la relación que había entre Jorge y todas esas plumas estilográficas, pues en ningún momento me pareció una persona que necesitara su venta, pero tampoco se le veía con mucho apego a ellas. Estaba claro que no era un coleccionista y no parecía que lo hubiera sido anteriormente. Yo lo veía como una persona extremadamente pragmática. Con la sutileza que me caracteriza, le pregunté directamente a bocajarro.
Ante mi pregunta, Jorge, sonrió con una mueca un tanto extraña. Esa expresión lo explicaba todo, sin mediar palabra alguna, cuando uno sabe la respuesta. Como una evidencia que siempre estuvo ahí, pero que solo se ilumina cuando la Señora Fletcher termina su capítulo, reuniendo a todo el mundo que está metido, de un modo u otro, en el tinglado.
Empezó con un “Verás…”.
Un muchacho delgado y desgarbado salió del local llevando en ristre una libretilla y un bolígrafo automático con los colores corporativos de un tostadero de café. Nos preguntó que queríamos tomar y, al levantar la cabeza para responderle, enseguida le reconocí. Fue compañero de mi hija en el colegio. David. -¡Hombre, David! ¿Qué tal? ¿Qué tal tu madre?
David era un buen chaval. Estudioso y deportista, pero no tuvo mucha suerte. Su padre perdió el trabajo por darle una paliza a dueño de la empresa para la que trabajaba y poco después, no conozco los pormenores, desapareció del pueblo, dejando al chico y a su madre en una situación complicada y, por lo que se, su madre sigue sumida en esa mierda de racha. Era lógico que el chico dejara los estudios para ponerse a trabajar y ayudar a su madre. ¡Una pena! Y una reverenda mierda como el sombrero de un picador de grande.
Me preguntó por mi hija y procuré no dar demasiados detalles. No me parecía bien mostrar al chaval lo que, por causas ajenas a él, no había tenido acceso.
Pedimos los cafés y mientras David nos los hacía parloteamos de trivialidades, como si nunca hubiera hecho la pregunta unos minutos antes. Interpreté, recordando su reacción ante mi curiosidad, que no era un tema que quisiera abordar, y menos con un desconocido, así que pensé que mejor era no insistir y dejarlo como estaba.
David regresó con los cafés. Esta vez, Jorge, se quedó sin esas porras que tanto le gustan. Solo tenían bollería industrial, por lo que únicamente pedimos las bebidas.
Cuando volvimos a quedarnos solos, Jorge volvió al “verás…”, como si el lapso de tiempo entre los dos “verás” no los hubiéramos vivido jamás.
-Las plumas eran de mi exmujer, Sofía. Se fue de viaje con sus compañeras de trabajo a Cuba, a costes pagados por la empresa como premio a la consecución, muy holgada, de los objetivos marcados a primeros de año. Y fue allí donde descubrió que su sitio estaba en la isla caribeña, junto a un tal Armando (realmente dijo “Armand”, pero me da vergüenza escribirlo porque me parece muy de la madre de Bridget Jones y no me parece muy digno, la verdad). Así que cuando regresó solo fue para decirme adiós y arreglarlo todo. Aunque lo pasé canutas siempre la he admirado por tener la valentía de dejarlo todo para cambiar su vida según lo viera tan claro, de repente. No quiso nada de lo que tenía. Ingresó en mi cuenta todo el dinero que tenía, salvo 10000 euros que se llevó. Nunca más he sabido de ella.
¡Joder! ¿Quién me mandaba preguntar nada? Podría echarle la culpa a la compañera Luca, pero esto ya estaba escrito cuando preguntó en el foro. Aunque me da a mí que de esto no hace dos días y si no las ha vendido hasta ahora es porque siempre albergó la esperanza de que Sofía volviera. ¿Pero que estoy diciendo? Tú a lo tuyo, Mulleras.
De repente cambio el semblante y se puso el bolso encima de la piernas. Llegó el momento esperado en que su mano se dirigiera al bolsillo de Doraemon, al misterioso mundo estilográfico de Sofía. Tenía que tener yo los ojos como platos, pero no me los veo.
-A ver si esta también te gusta-. Me dijo, sacando una caja blanca, esta vez sin bolsa de plástico, que enseguida reconocí como “Montblanc”, pero no se parecía a ninguna de las dos que tengo.
De mal color le viene el parto a la burra. A mí Montblanc…Ni fu ni fa. Me parecen extremadamente sobria, insulsas, serias y aburridas, pero reconozco que escriben de miedo. Es solo una cuestión estética. No tengo ningún otro argumento que me justifique. Sin embargo, en su día, compré la 146 y la 149 porque les reconozco el valor refugio que representan. Cuando quiera venderlas podré hacerlo por lo mismo que me costaron o perdiéndoles muy poco dinero. Y, francamente, es absurdo tener varias plumas de calidad y no tener las dos Montblanc por excelencia en la vitrina.
Esta vez me entregó la caja para que fuera yo quien la abriera. Limpié mi parte de la mesa con una servilleta y posé la caja en ella para abrirla minimizando al máximo cualquier accidente.
¡Y yo que pensaba que no podría ser peor que la Pelikan azulona esa del otro día!
Era una Montblanc Starwalker (yo la llamo “Darth Vader”). Si ya de por sí no me gustan las de la cumbre nevada, estas me desagradan especialmente. Ese, lo que sea, transparente de llevan siempre me ha caído mal. Muy mal. Es más fea que el Fary comiéndose un limón verde.
Supongo que mi cara era un poema porque, Jorge, se apresuró a volver a meter la mano en el bolsillo del gato cósmico para sacar otra caja exactamente igual. Me la dio para que la abriera, pero antes de ello me dijo que era el roller a juego y se la devolví. Me disculpé alegando que solo escribo con pluma o con lapicero y que esos artilugios no me interesan. Le pregunté el precio de la pluma.
Como nunca había tenido una de estas en las manos, no se a lo que me enfrento y mientras Jorge va dando rodeos con lo del precio, la saco de la caja para examinarla. Bueno, tampoco es tan fea como el Fary.
-¿Qué te parece?, me preguntó. Le dije la verdad. Que era una pluma que no me gustaba, pero tampoco la había probado nunca.
-¿Te parecen bien 135 euros?
No voy a quedarme sin probarla por esos 4500 duros de las antiguas pesetas, así que le di 150 euros y me devolvió el cambio. A las malas lucirá decentemente en mi vitrina de las Montblanc.
No nos terminamos el café de lo malo que llegaba a ser, pero seguimos conversando. Me dijo que tenía algunas plumas más, pero no muchas más. No recordaba exactamente donde las tenía. En una caja con cosas de Sofía, pero tenía que buscarlas en el desván (como tiene que molar tener un desván), así que me dijo que ya me llamaría cuando las encontrara, pero si quería mantener “los cafés de los domingos” seguro que encontrábamos de que seguir hablando. Y así quedó la cosa. Un saludo y muchas gracias.
Pdta: Nooooo. Ni de coña. No más Montblanc´s.