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The Beater Man
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Nieve
Este relato obtuvo Mención Especial en el concurso literario Sonrisa de Gato de la Editorial Jirones de Azul. Publicación en otoño 2009
Este relato obtuvo Mención Especial en el concurso literario Sonrisa de Gato de la Editorial Jirones de Azul. Publicación en otoño 2009
Nieve
Una noche más abro la puerta de casa completamente empapado por la incesante lluvia. Parece como si el cielo quisiera imitar mi estado de ánimo y no cesara de llorar. Comenzó el mismo día de tu funeral y desde entonces no ha parado. Y van ya seis días. Todo está en penumbra, pero no voy a molestarme en encender las luces. ¿Para qué? No hay nada que ver que ya no conozca de memoria. Los muebles de madera de nogal del salón, que compramos juntos hace ya veinte años; el espejo del recibidor, que devuelve una imagen distorsionada debido a un mal montaje de fábrica; el sofá de terciopelo, ajado por el tiempo y donde nos sentábamos juntos a ver la televisión. Recuerdo un programa que te gustaba mucho. Esta mañana he escuchado que lo van a retirar de la programación. ¿Ves? Ya nada es igual desde que me abandonaste, dejándome solo en este mundo injusto, sin nada que hacer y desamparado.
La silla de mimbre de la cocina cruje bajo mi peso. He adelgazado últimamente. Nunca te lo dije, pero apenas como desde que te pusiste enferma, aunque no me preocupa. ¿Recuerdas el restaurante del puerto? Nos encantaba ir los domingos soleados de verano y ver pasar la gente y los barcos. Soñábamos que algún día tendríamos uno de aquellos veleros y pasaríamos los fines de semana navegando por la costa, buscando lugares secretos para tumbarnos al aire y gozar de la humedad salada del mar. Te encantaba el mar y yo te daba el capricho. Hubiera preferido más de una vez largarme a la montaña, a coronar picos, a sentir el barro del camino bajo mis botas. Pero no lo hice por verte sonreír, por hacer que te sintieras feliz y llena de vida.
Fue en aquel puerto, cerca del restaurante donde viste por primera vez a Nieve. Estaba famélica, asustada, refugiada entre las basuras y mendigando algo que echarse al hocico. Se te abrieron los ojos de par en par cuando viste a aquella gatita pequeña y desvalida y supe que algo iba a pasar. Te acercaste a ella y no te rehuyó. Al contrario, se acercó mimosa y frotó su piel blanca por el contorno de tu mano, entrecerrando los ojos, con una expresión de felicidad que hizo que te derritieras de ternura. Ni me pediste opinión, aunque no hacía falta. La cogiste entre tus brazos, le hiciste unas carantoñas y te dirigiste hacia nuestro coche caminando delante de mí, ignorándome por primera vez en quince años de matrimonio. Sonreí para disimular, pero debo admitir que estaba algo molesto por tanta atención repentina hacia una vulgar gata callejera y la sombra de una sospecha cruzó mi mente. Hacía sólo seis meses que el médico te había hablado de tu incapacidad de tener hijos y ya sospechaba yo que aquella frialdad con que recibiste la noticia no era normal. Cualquier mujer hubiera derramado lágrimas de amargura, se hubiera refugiado en los brazos de su compañero para consolarse mutuamente. Pero tú eras una roca y despreciabas mi tristeza. Yo tampoco podría ser padre, ni jugar con mi bebé entre las sábanas un domingo por la mañana. Pero tuve que hacer de tripas corazón y no ser egoísta, no atiborrarme de mi propia pena, no dejar que mis ojos se humedecieran en tu presencia. En lugar de un bebé sonrosado teníamos una gata. Era bonita, sí. Era cariñosa, cierto. Pero era una simple gata. O por lo menos eso es lo que me pareció a mí al principio.
Nieve y tú os volvisteis inseparables. La acunabas en tus brazos antes de ir a dormir y le preparabas su cuenco con leche tibia, mirándola absorta como nunca hicieras. Su ronroneo se enseñoreó de nuestra casa y pasó a ser el hilo musical de nuestra alcoba, donde ya éramos tres, no dos como siempre fuimos hasta entonces. Corrías del trabajo a casa por volverla a ver lo antes posible, por comprobar si te esperaba mimosa tumbada en el alféizar de la cocina hasta escuchar tus pasos en la distancia, los cuales siempre reconocía entre todos los demás. Recuerdo cuando desapareció de casa durante tres días. Fueron los peores de tu vida, de eso estoy seguro. No comías, ni bebías, ni ibas a trabajar, ni hablabas con nadie. Tus ojos estaban arrasados en lágrimas porque no podías soportar la vida sin tu querida gatita.
Finalmente apareció. Sucia, herida, con una patita magullada. La cuidaste durante una semana entera hasta que se restableció por completo. Te escuché regañarla por haberte abandonado, por haber querido sentir la libertad más allá de tu protector cobijo, por pretender ser adulta antes de tiempo.
Poco después supimos la razón de su huida. Estaba embarazada y daría a luz unos meses más tarde. Te pusiste loca de contenta ante la noticia y le preparaste una habitación, la pintaste de rosa, compraste camitas para la camada y adornaste el techo con guirnaldas y móviles de cuerda que emitían una melodía infantil. Yo sonreía y te decía a todo que sí. Cada día estabas más bella, como si el tiempo no pasara para ti, como si las arrugas que ya surcaban mi rostro no osaran apoderarse del tuyo. Estabas radiante cuando Nieve dio a luz una camada de nueve gatitos, todos blancos, puros como su nombre. Celebramos una fiesta y vinieron nuestros amigos, los escasos con los que aún manteníamos algún contacto. Lucía, tu mejor amiga desde niñas, tuvo la mala ocurrencia de pedirte uno de los cachorros y tú la echaste de casa sin miramientos. Fue entonces cuando me di cuenta de que algo no marchaba bien.
A medida que pasaba el tiempo y los gatitos crecían llenando la casa con sus maullidos, sus carreras, saltos juguetones y arañazos en nuestros muebles yo sentía que entre tú y yo se había levantado un muro. Vivías sólo para tus animales. Dejaste el empleo, te encerraste en casa y pasabas la mayor parte del día jugando con ellos en la habitación rosa, tumbada en el suelo, dejando que tus queridos felinos se subieran por tu cuerpo, te lamieran el rostro y te llenaran la ropa de pelo blanco. Nieve y tú erais las vigilantes, las guardianas de que nada malo les pasara a los cachorros. Entre las dos había un pacto silencioso, telepático. Pronto empezaste a no dormir en nuestra cama. No me diste razón alguna, simplemente te tumbabas en una manta, rodeada de los gatos y dormías hasta el día siguiente. Adquiriste sus horarios y sus hábitos. A veces te escuchaba maullar y ronronear como si fueras uno de ellos. Yo no podía más y entonces pasó algo inesperado.
Nieve enfermó de alguna dolencia que ningún veterinario supo adivinar. Recorrimos los mejores especialistas, pero nadie supo dar con el origen de su mal. No comía, apenas caminaba, estaba triste, desganada. Le faltaba la vida que se le estaba yendo sin que ni tú ni nadie pudiera hacer nada.
Una mañana te miré a los ojos y vi que también estaban tristes y sin vida, como los de Nieve. Habías adelgazado, estabas ojerosa, arrastrabas las palabras, los escasos monosílabos con los que respondías. Te llevé al médico a rastras, te hicieron pruebas en el hospital, pero no hubo resultado. Nadie sabía qué te pasaba. Igual que Nieve. Las dos padecíais la misma enfermedad, sin nombre, desconocida, como si la hubierais inventado por diversión, con aquella complicidad que os unía.
Las dos fallecisteis el mismo día en la habitación rosa. Os encontré tumbadas la una junto a la otra, tú sosteniéndole la patita delicadamente, ella con su carita frente a la tuya, como si te hubiera dado un beso de despedida. Los gatitos jugaban ajenos en su inocencia. Todavía siguen haciéndolo. Los oigo en la habitación rosa. Anoche dormí por primera vez con ellos, igual que tú lo hacías. No se está mal. Cuando crezcan un poco más les contaré esta historia y les llevaré al cementerio para que os lleven flores a las dos. Después maullaremos juntos. Ya he practicado un poco y no se me da mal.