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RELATOS NO RELOJEROS. Parte 4. La poetisa enamorada.

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The Beater Man
Contribuidor de RE
Sin verificar
Este es un relato algo más largo y narra la vida amorosa de una poetisa y sus amantes.



LA POETISA ENAMORADA




Ya no puedo soportarlo más. El dolor en la espalda es cada vez más fuerte y ni siquiera la morfina me hace efecto. Mi enfermera dice que la respiración es importante para escapar de esta garra que aprieta pero ya no la creo. No creo a nadie, ni siquiera a mi doctor a pesar de ser uno de los oncólogos más reconocidos en todo el país. ¿Cuánto tiempo llevo postrada en esta cama? Es mi casa en la que estoy pero ya ni la reconozco porque hace mucho que no salgo de la habitación. Añoro la terraza con las vistas al mar que ahora únicamente huelo cuando el viento sopla del este y la ventana está abierta.

Todo es confuso y las fechas se acumulan en mi cansada cabeza. No recuerdo si ayer fue mi cumpleaños o es hoy. Lo que sí sé es que son 75 los que cumplo y que nadie ha venido a verme, como desde hace cinco años. Desde la muerte de Patrick los únicos que se preocupan por mí son la enfermera y el médico pero creo que el sueldo que les pago cada mes tiene mucho que ver con ello. A pesar de todo convivo con mis recuerdos y son ellos los que alimentan mi espíritu atormentado día tras día en este monótono transcurrir del tiempo. Para una mujer como yo que ha dedicado toda su vida a la poesía, a transformar sentimientos en palabras y plasmarlas en un papel, esta inactividad la mata. Si por lo menos Patrick estuviera conmigo todo sería diferente, como cuando nos conocimos por primera vez. Entonces yo también estaba enferma pero no de este maldito cáncer que me consume día a día.

Aún me llegan claramente los olores de aquel hospital marroquí, lleno de gente enferma abandonada por los pasillos a la espera de que algún médico les atendiera. Fue hace cincuenta años pero parece que fue ayer. Yo tenía fiebre, deliraba y los doctores no sabían qué hacer conmigo porque no tenían ni idea de lo que me sucedía. Pasé una semana deshaciéndome en sudor, empapando las sábanas y sin probar alimento alguno. Cuando abrí los ojos en el octavo día le vi por primera vez. Patrick estaba sentado en una silla con los ojos perdidos. Durante unos minutos le observé atentamente y él ni se percató de ello. Su perfil era perfecto, nariz griega, frente despejada, pómulos marcados, mandíbula cuadrada y unas manos de dedos largos que delataban una actitud artística. Tuve un pequeño ataque de tos y entonces él se volvió para mirarme. Sonrió quedamente y con un deje de tristeza que no me pasó desapercibido. Me saludó cortés y comenzamos a hablar. Su mejor amigo había muerto hacía varias semanas en aquel hospital y le echaba tanto de menos que no podía evitar desde entonces regresar cada día, sentarse en una silla y recordar los momentos que habían vivido juntos. Me confesó que cuando la tristeza por la pérdida de su amigo le dejaba sin respiración encontraba una bocanada de aire contemplándome. Llevaba aquellos ochos días secándome el sudor de la frente, humedeciendo mis labios resecos y tomándome la mano cuando me sucedían los espasmos. Al escuchar sus palabras algo dentro de mí despertó. Patrick era un ser especial con una gran sensibilidad. Era pintor y su presencia en Marruecos no se debía a unas vacaciones -como era en mi caso- sino por motivos profesionales. Tenía el encargo de retratar a las hijas de una familia adinerada y para ello se había desplazado desde su París natal hasta Casablanca hacía ya dos meses. El trabajo había acabado pero la luz africana le había subyugado y hecho retrasar su regreso día tras día. Su amigo, un arquitecto llamado Henry, había fallecido por un accidente y su pérdida pesaba como una losa en su corazón. Se conocían desde la infancia y había sido gracias a él que Patrick había obtenido aquel trabajo justo en un delicado momento económico en el que subsistir se estaba convirtiendo en una proeza diaria hasta el punto de que había llegado a pensar que no tenía ningún futuro como artista. El tiempo demostraría que estaba completamente equivocado pero entonces él no lo sabía. Era sólo un joven de 26 años lleno de vida y amor.

A mí me ardían las mejillas cada vez que él se acercaba para ponerme el cabello en su sitio y odiaba tener que seguir tumbada en aquella cama de sábanas almidonadas que olían a formol. Pero seguía débil y no estaba en condiciones de moverme de allí por lo que las charlas se convirtieron en un gran alivio para suavizar el tedio de mi estancia obligada. Así me enteré de muchas cosas de su vida, como que no le gustaba el café, que leía novelas de amor y filosofía griega o que amaba los caballos aunque nunca había montado ninguno. También supe que había tenido una relación con una mujer adinerada diez años mayor que él y que finalmente le había abandonado por un jovenzuelo que podría haber sido su hijo. Yo sospeché al principio que habría mucho de conveniencia mutua entre aquella mujer y Patrick pero el brillo de sus ojos me aseguró que él había sentido algo profundo por ella.

Yo, por mi parte, le conté algo de mi vida, pero no demasiado. Siempre me ha gustado ser un poco reservada en mi intimidad y he criticado a los que hablan por los codos de cosas que sólo les conciernen a ellos mismos. Le hablé de mi pasión por la poesía desde que era niña y de que muchos de mis versos adornaban las páginas blancas de varios libros publicados. También de mi viaje estival a aquel país y de la extraña enfermedad que me aquejaba y de la que los médicos no parecían saber demasiado. En Londres, Viena o Barcelona, mi ciudad natal, seguro que a aquellas horas ya estaría recuperada, pero en Casablanca había que rezar para no empeorar cuando entrabas en uno de aquellos tétricos hospitales. Hablamos y hablamos de cientos de cosas, pero le oculté por precaución mi procedencia acaudalada por si acaso. El dinero ejerce poderosos efectos en las personas y la fascinación de los que no disponen de él. Para mí, el dinero no era otra cosa que la forma de pagar caprichos como aquel viaje cuando me diera la gana. Jamás había pasado penuria alguna porque procedo de una familia adinerada, aunque estaba convencida de que tampoco me hubiera hecho cambiar mi forma de ser. Yo vivía de mi poesía, de esos destellos de luz que atrapan momentos y sensaciones para impregnar con su halo el corazón más apenado. Escribía sin parar, de forma convulsiva, absorbiendo sentimientos que volaban por el aire y que mi pluma hilvanaba en una página en blanco. Sí, prefería no hablar de dinero y hablar de amor. Patrick y yo nos enamoramos en aquel hospital y allí nos dimos nuestro primer beso que sabía a desinfectante pero que nos pareció el más dulce de todos los ósculos dados en esta vida por amante alguno. Sí, lo admito. Me enamoré como una tonta, igual que una niña de quince años que juguetea con la mano de su enamorado, balanceándola por la calle como si de un juego infantil se tratara. Sí, lo confieso. Yo también le cogí de la mano y la balanceé así el primer día que pude salir de aquel infierno de hospital. Me llevó a su hotel y allí nos amamos por primera vez, esta vez como dos adultos apasionados. Cada vez que lo recuerdo me estremezco. Patrick era el hombre perfecto, el complemento a mi corazón. Alquilamos un pequeño apartamento que albergaba un estudio luminoso ideal para Patrick. Estaba en una calle resguardada y tranquila y al cabo de dos semanas de conocernos nos instalamos allí con nuestro amor y nuestro arte. Yo inventaba poemas y se los dejaba en lugares insospechados para que los descubriera de improviso. Algunos eran sobre él, otros sobre sus cuadros. A menudo leía uno de mis versos y se abalanzaba sobre el lienzo para pintar lo que mis rimas le inspiraban. Otras veces sucedía lo contrario. Yo me quedaba frente a uno de sus óleos o aguamarinas y entonces la magia sucedía. El poema maravilloso aparecía ante mis ojos como extensión de la pintura y yo escribía sin parar versos delicados, llenos de amor y ternura a veces o violentos y desesperados otras. Nos amábamos de la misma manera que entendíamos nuestro arte. Cada día era diferente dependiendo el humor con el que nos levantáramos. Algunos días nos faltaba la respiración si permanecíamos separados y entonces yo me trasladaba a su estudio y le observaba mientras trabajaba en sus pinturas. De vez en cuando me levantaba y le daba un beso para luego dejar que su amor fluyera a través de sus pinceles. Pero algunos días éramos un torbellino imparable, aceite y agua que se repelían sin poderlo evitar. Entonces le odiaba. Miraba sus manos manchadas de restos de pintura y su pelo alborotado y le reprochaba su descuido personal, su barriga incipiente y su barba de tres días. Él me tildaba de amargada, de saco de nervios, de estar más flaca que un espárrago y con la figura de un monigote de niño. Entonces le lanzaba a la cabeza lo primero que pillaba y los gritos se oían en toda la calle. De todas formas, éramos muy felices. O lo fuimos durante los tres años que permanecimos allí.

Un día tuvimos la mala idea de regresar a Europa y eso lo estropeo todo. Él añoraba la vida bohemia de Montmartre, las tabernas parisinas, la melancolía de la lluvia, el Sena y especialmente la vida nocturna. Me prometió que me convertiría en la reina de la noche, que todos sus amigos se morirían por mi poesía y caerían rendidos a mis pies. Yo no le hizo caso al principio, pero finalmente su insistencia me convenció. Supongo que tengo que ser honesta y admitir que la vanidad me pudo y que por aquel entonces yo me creía la poetisa más grande entre todas las poetisas.




La enfermera es nueva. Parece que la otra no me soportaba pero yo no tengo la culpa de que ella no tenga verdadera vocación. Alguna gente sólo trabaja por ganar dinero, porque hay que vivir de algo y se agarran a lo primero que aparece. Se lo dije a mi médico muchas veces, que la chica no valía, que ponía mala cara cuando tenía que vaciar mis inmundicias diariamente, que pasaba más tiempo pegada al teléfono móvil que velando por mi comodidad. Y yo no pido tanto, sólo un poco de atención. Sin embargo la nueva parece diferente. Es menos mona y más mayor que la anterior, pero casi mejor. Quizás con suerte no me martirice con los pequeños tormentos como, por ejemplo, que me acabe toda la comida o que me de prisa en hacer mis necesidades. Nunca me ha gustado que nadie me diga lo que debo hacer y no estoy yo ahora como para comenzar a hacerlo. Eso lo sabía Patrick desde el principio e ignorarlo por su parte fue lo que nos alejó.

París nos recibió con lluvia y gris. El gris de los edificios, de las nubes, de los rostros de la gente. ¿Dónde estaba el color de Casablanca? Había desaparecido y el desánimo y la decepción se apoderaron de mí durante las primeras semanas. Él parecía estar en su salsa porque sus amigos, las calles, los olores y los sabores seguían donde estaban cuando se marchó. Sin embargo, para mí todo era nuevo y de las promesas recibidas sólo quedaban el eco de las palabras perdiéndose en la lejanía nada más aterrizar el avión. No podía escribir. Mi poesía estaba muerta porque yo me sentía así. Emborronaba papeles acodada en el buró del despacho del pisito de mi amado mientras por la ventana me llegaba el sonido de un violín. Aquel violín me acompañaba en mis días de soledad porque eso es lo que más tenía. Patrick pintaba en un estudio compartido con dos compañeros de profesión y allí pasaba gran parte de la jornada. Regresaba a la caída de la tarde y para entonces yo ya me subía por las paredes, me había comido las uñas e inundado la papelera con los restos blancos de mis papeles hechos pedazos. Entonces explotaba, le recriminaba su ausencia, mi frustración por no poder escribir, su egoísmo y mi ingenuidad por haberme dejado convencer. Él me comía a besos, me pedía perdón, me suplicaba una nueva oportunidad y un poco más de paciencia. Estaba inmerso en un trabajo que le ocupaba mucho tiempo. Se trataba de una nueva exposición y en aquel momento no existía otra cosa que su arte. Yo había pasado a segundo plano y eso me dolía porque le había seguido por amor y ahora me sentía desplazada.

Seguí escuchando el violín como melodía de fondo a mis agónicos intentos de recobrar la inspiración perdida y de repente mi vida dio un giro de ciento ochenta grados. Una mañana llamaron a la puerta poco después de que Patrick se hubiera marchado. Supuse que sería él y abrí sin prestar mayor atención a que sólo llevaba un camisón que velaba todo mi cuerpo al trasluz. Inexplicablemente aquella mañana era soleada y un rayo de sol cortaba en dos la estancia llenándola de luz y sombra. La persona que hallé no fue quien esperaba sino un desconocido. Era un joven bellísimo, de cabello dorado, ojos azules como el mar y una sonrisa que me desmontó nada más mostrármela. Él se quedó mirándome unos segundos, entre risueño y divertido ante mi atrevida indumentaria, pero yo no me di cuenta de ello hasta mucho más tarde, cuando ya había regresado al piso inferior llevando en la mano una taza repleta de café molido. Era mi vecino, el violinista, el que me acompañaba sin él saberlo todas las mañanas y con el que había soñado, viajado, sufrido, amado y odiado con sus melodías perfectas. Una sencilla taza de café molido porque se le había acabado y le gustaba tocar con la humeante bebida cerca de él. Aquella era la excusa que me dio, aunque jamás la creí.

La mañana siguiente volvió a subir con otra petición absurda. También la siguiente y la otra y así durante toda la semana hasta que el viernes le dejé entrar en el piso, nos abrazamos como si se nos fuera la vida e hicimos el amor como jamás antes lo había hecho. Salvaje, impuro, auténtico, dejando en mi cuerpo las huellas de sus dedos, de sus dientes, de sus besos que recorrían cada rincón de mi anatomía hasta que no quedó ni un pliegue de mi piel a salvo de su lengua ávida y su saliva caliente. Mis piernas se aferraron a su cintura en cada envite poderoso que de él recibía y mis uñas se enrojecieron con la sangre de su espalda. Jean Paul me volvió loca aquel viernes de abril y cuando caímos desmadejados en el suelo, luchando nuestros pulmones por recuperar el aliento y nuestros corazones por acompasarse mutuamente supe que jamás podría pertenecer a nadie más.

Era músico, violinista mercenario que hoy estaba en París y mañana podría marcharse a Rusia, Japón o Buenos Aires, dependiendo del color del viento. Jamás he conocido a un alma más libre que Jean Paul. Se dejaba la vida en cada cosa que hacía. Sus palabras fluían como el aleteo de una mariposa arrastrando tras su estela sueños inalcanzables, viajes irrealizados, amores incontrolados que me atrapaban y me desvelaban por las noches.

Patrick se convirtió en un desconocido. Le rehuía pese a que debo admitir que fue muy paciente conmigo y atribuyó mi repentino rechazo a mi estado de ánimo. Pero yo no podía aguantar más aquella farsa. Jean Paul me había cautivado de tal manera que me retorcía de dolor cada vez que no le veía, que no sentía sus manos en mi cuerpo, su aliento en mi boca. Me fui como una cobarde, con una nota de despedida en el buró de Patrick y mi nuevo amante y yo huimos cogidos de la mano lejos de aquel gris parisino en pos de nuevos horizontes.





Mi casa es demasiado pequeña para albergar todos mis recuerdos desde que enfermé y me convertí en una condenada a esta muerte lenta y dolorosa que se adentra en mis entrañas y me retuerce sin compasión. He llorado lágrimas de sangre cuando la morfina no hacía efecto y mi rostro tiene las marcas indelebles de mis uñas en la piel, como surcos que un arado arrastrado por la mano negra de la parca ahondara hasta llegar hasta el hueso. Me he roto y desesperado, balbuceando como una niña y suplicando a ese Dios al que jamás atendí que me liberara de una vez por todas de este suplicio. Pero nadie me escucha y las noches se vuelven eternas y tenebrosas, llenas de sombras y sonidos lejanos que ahora regresan a mi memoria. Gemidos de un pasado que vuelve en las postrimerías de mi existencia. Sé que me falta poco para dejar este mundo, pero lo estoy deseando. Quizás así me reuniré con el único hombre al que amé realmente y que abandoné por la pasión y la aventura de un espejismo.

Sí. Jean Paul fue una fugaz visión en mi aburrido mundo parisino. Me fugué de su mano y abandoné todo lo que Patrick me ofrecía. En aquel momento no me di cuenta de cuan equivocada estaba, pero el tiempo nos puso a todos en su lugar.

Mi nuevo amante, músico loco y empedernido trasnochador me subyugó con sus besos lentos y tortuosos. Cogidos de la cintura paseábamos por las ciudades como dos vagabundos. La diferencia estaba en que aquella vida bohemia con la que recorrimos Viena, Berlín, Praga, Londres, Túnez y Estambul se costeó gracias a la generosa aportación por mi parte para nuestro bien común. No recuerdo una época de mi vida en la que haya gastado más dinero en hoteles, comidas, ropas, fiestas, trajes, vestidos o alquileres de coches de lujo. Fueron dos años de despilfarro en los que la cocaína y la absenta formaban parte de la familia donde quiera que fuéramos. Jean Paul era un vividor disfrazado de músico despreocupado. Sus dedos volaban sobre mi cuerpo con igual maestría con que lo hacía sobre su violín. Sus labios de seda pronunciaban frases adorables y caprichosas con las que yo me derretía. Aquel torrente de sensaciones se transformó en un aluvión de poemas que brotaban de mis dedos para saltar al papel sin orden ni concierto hasta que tras un poco de alcohol los conseguía ordenar y darles sentido. Me convertí en esclava de su pasión y esclava también del alcohol y las drogas. Lo que un día comenzó como un simple juego de experimentación se convirtió en una necesidad que me aturdía y que ya no controlaba. La cocaína se había apoderado de mi sangre y era imposible librarme de ella. Jean Paul, lejos de ayudarme, me incitaba a que siguiera consumiendo. Le gustaba verme descontrolada y a sus pies, rogándole que me diera mi dosis, jurándole que sería su esclava, que haría todo lo que quisiera. En aquellos dos terribles años mi cuenta bancaria se redujo peligrosamente pero ya nada me importaba. Lo único que quería era hacerle feliz, verle sonreír y tener mi ración de felicidad.

En primavera, cuando hacía dos años y una semana de nuestra fuga de París, me dejó abandonada en medio de un charco de vómito, sin un céntimo en los bolsillos y sin documentación. Estaba en Roma, pero no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Las últimas semanas habían sido una pesadilla de las que no me ha quedado constancia alguna. Un policía me sacó de la Fontana De Trevi cuando estaba a punto de ahogarme y me llevó a un hospital. Allí permanecí durante varios días luchando entre la vida y la muerte. Mi débil cuerpo apenas se sostenía. Había perdido mucho peso y los huesos asomaban a través de la piel transparente. No me tenía en pie ni era consciente de lo que me estaba sucediendo. Me abandoné a mi suerte y a la caridad de aquellos médicos que me salvaron la vida sin saber que mis poemas habían recorrido medio mundo, que hasta la Reina de Inglaterra se estremecía al leerlos, que yo era una de las poetisas más importantes del momento. Mis versos, llenos de emociones desatadas, revoloteaban tristes por la habitación de aquel hospital romano esperando que los atrapara para gozo de miradas inquietas. Sin embargo, yo no podía. Mi fuerza se había escapado con mi amante dejándome abandonada y sola.

Una noche tuve un sueño. Volaba como si fuera una mariposa entre un campo de violetas y de la nada apareció un ángel con el rostro de Patrick. Me tomó de la mano y me rescató de las fauces de un dragón de color dorado que tenía un violín en la diestra y un puñal en la siniestra con el que extraía gemidos chirriantes al frotar las cuerdas de su instrumento. Mi ángel vengador le arrebató el puñal y se lo clavó en el corazón y el dragón cayó al suelo bañado en sangre roja y brillante, que al instante se tornó seca y agrietada.

Abrí los ojos y allí estaba Patrick. Al verle no pude creerlo, pero el roce de su mano, el calor de su mirada, me trajeron a la vida de nuevo. Se había transformado en el ángel vengador de mi sueño para devolverme al mundo de los vivos. Quise esquivar su mirada bajando mis ojos avergonzados, pero él no me lo permitió. Me tomó de la barbilla y consoló mis lágrimas tristes hasta que ya no hubieron más, hasta que la última pena se hubo extinguido definitivamente de mi corazón. Mi querido pintor estaba a mi lado gracias a una casualidad, como la primera vez que nos conocimos. Estaba en Roma por asuntos profesionales y vio el retrato de una mujer en un periódico. La policía había publicado la fotografía con la esperanza de que alguien me reconociera. A pesar de mi extrema delgadez y mi rostro demacrado él supo desde el primer instante. que se trataba de mí.

Recobré las fuerzas poco a poco y Patrick me devolvió las ganas de vivir. Al cabo de un mes salí de aquel centro hospitalario cogida de su brazo y por mi propio pie. El aire fresco de la calle insufló de energía mis pulmones y reí a carcajadas como no había hecho desde hacía mucho tiempo. Me volví hacia él, le abracé y le juré que jamás le abandonaría. De nuevo me equivoqué.



Lucía, mi nueva enfermera, me mira con sus ojos tristes y adivino que se compadece de mí. No es de extrañar después del sufrimiento que me corroe las entrañas. Me retuerzo en mi cama, tirando sábanas al suelo, mordiéndome los labios hasta hacerme sangrar por no gritar de dolor como una loca. El desespero se apodera de mi voluntad y Lucía me coge de la mano, me abraza para consolarme, me susurra palabras que yo tan sólo intuyo. Nuestras miradas se cruzan un instante y la magia se produce. Leo en sus ojos que ha entendido mi petición, que la muerte que clamo al cielo no es producto de la desesperación sino la única salida posible a este tormento. Deseo que caiga la noche sobre mis ojos cansados y no volver a abrirlos jamás. Me reuniré con Patrick a quien tantas veces le fallé. Él fue el único amor real de mi vida y lo será en la eternidad. Sé que me perdonó tantas veces como se lo pedí. Lo leía en sus ojos, en sus pinturas inspiradas por los versos que yo desgranaba para él. Sin embargo, el amor es un monstruo voluble y caprichoso que te toma de la mano y te zarandea sin dejarte pensar.

Eso es lo que pasó con Silvio.

Le conocí en la India cuando yo acababa de cumplir los cuarenta y cinco. Aquel viaje había sido un regalo de Patrick por motivo de mi cumpleaños porque sabía cuánto deseaba conocer ese país que tanto me atraía. En aquellos años mi relación con mi pintor pasaba por un momento dulce, aunque contaminado por los veinte años de convivencia ininterrumpida a excepción de mi aventura con Jean Paul. Nos habíamos acomodado en la borrachera cómoda de la fama, el reconocimiento mundial, los halagos de doble filo, las bondades de la crítica especializada. Sus cuadros se vendían a precios prohibitivos y daban prestigio y categoría a cualquier lugar donde se encontrarán. Por otro lado, mi poemario se había convertido en lectura y referencia obligada en cualquier círculo cultural y artístico que se preciara de serlo. Los dos habíamos hinchado crecer nuestra vanidad hasta límites insospechados y en secreto competíamos por ver quién era el mejor, el más reconocido, el más amado. El dinero entraba a espuertas, los caprichos se sucedían y poco a poco perdimos el horizonte real, el sentido de nuestro arte. Durante los últimos meses yo me había sentido melancólica, quizás por aquello de la edad que había empezado a hacer mella en mi físico. Las arrugas comenzaban a enseñorearse de mi rostro, la piel a mostrarse menos firme que de costumbre y el cabello a inundarse de grises contagiado por el color de París. Necesitaba un cambio y Patrick lo sabía porque a pesar de todo no había perdido aquel sexto sentido que le hacía especial, que le dotaba de una clarividencia divina para entender mis sentimientos. A él le resultaba imposible realizar un viaje en aquellos momentos porque de nuevo estaba envuelto en pleno proceso creativo y yo lo respetaba. Por ello realicé aquel viaje a la India yo sola, esperando descubrir mi yo interior, la paz que ansiaba con toda mi alma para reencontrarme conmigo misma. Hacía mucho que no pasaba tiempo sola porque mi amado estaba presente casi todo el tiempo. Especialmente después de la experiencia terrible de mis tres abortos. Habíamos tratado de tener un bebé con todas nuestras fuerzas, pero no se nos había concedido esa gracia. Mi cuerpo lo rechazaba una y otra vez hasta que finalmente no pude más. Me costó mucho entender que nunca sería madre, que en mis brazos no se acomodaría el calor de un bebé. Aún hoy me vuelven las lágrimas al recordarlo, pero ya no hay nada que hacer. Por eso necesitaba salir de París por mí misma, gozar de la aventura de vivir.



Silvio tenía la piel tostada, el cabello rizado y los ojos hechiceros. Tenía cincuenta años y era brasileño. Lo encontré por casualidad en el torrente de turistas a las puertas del Taj Mahal. Le pedí que me hiciera una fotografía y aceptó con una sonrisa en los labios. Cuando me devolvió la cámara pronunció mi nombre y yo me sentí halagada. Me conocía, había leído mis poemas y era un lector fiel y admirador de mis versos. Me confesó que había soñado con aquel encuentro durante años pero que sabía que la vida nos iba a reunir en algún lugar insospechado. Yo no tenía palabras ante aquel arrebato de sinceridad y me dejé guiar por los interiores de aquella maravilla arquitectónica durante el resto del día hasta que la noche nos descubrió a la luz de las velas en la habitación de su hotel destilando pasión. Fue algo maravilloso, un derroche de sentidos que me hace estremecer al evocarlos. Nos fundimos lentamente el uno con el otro con la lentitud maravillosa que da la experiencia, atrapando sabores y olores, placeres infinitos que se abrían como los pétalos de una flor en primavera. Durante toda la noche ahondamos en nuestros anhelos y convertimos en realidad abrazos y besos, secretos ocultos que durante muchos años se escondieron en una esquina de mi corazón. Yo me había prometido a mí misma ser fiel y lo había conseguido, al menos físicamente. Por eso, cuando al amanecer miré a mi nuevo amante me di cuenta de que, pese a todo, quería estar el resto de mis días con mi amado Patrick. Me despedí de Silvio con la falsa promesa de verle al día siguiente y regresé a París en el primer vuelo para deshacer el nudo en la garganta que apretaba más a cada minuto que pasaba. Dormité en el avión y de nuevo tuve el mismo extraño sueño que había tenido con Jean Paul. El ángel victorioso con puñal en la mano que vencía al dragón. De nuevo Patrick me libraba de mis pesadillas a través de mis sueños.



Aquella fue la última vez que fui infiel a mi amado. Ya en el declive de sus días y cuando el Parkinson no le dejaba sujetar los pinceles nos mudamos a Barcelona, a la casa que había pertenecido a mi familia y que aguardaba llena de polvo y recuerdos en su privilegiada atalaya frente al mar. Pasamos sus dos últimos años en una comunión espiritual llena de armonía y comprensión. Dábamos paseos por la playa, charlábamos hasta el amanecer y recordábamos nuestros felices años en Casablanca. Murió en mis brazos con una sonrisa y yo lloré durante muchas horas antes de decidirme moverme de su lado. Me quedé sola, pero con la sensación de haber vivido a su lado muchas vidas al mismo tiempo y todas felices.

No fue sino hasta dos meses más tarde de su fallecimiento cuando descubrí el diario. Estaba entre sus objetos personales, aquellos que yo nunca me había atrevido a tocar porque eran su mundo privado. Lo abrí con temor, como el niño que sabe que hace algo malo, pero aún así no puede evitar la tentación y lo leí durante toda la noche. Mis ojos se arrasaron en lágrimas. Allí estaba impresa la historia de nuestro amor desde el día que me vio por primera vez delirando en el hospital marroquí hasta poco antes de abandonar París. Su corazón escrito con tinta indeleble se abría a mí como cuando pintaba, mostrándome sus más íntimos sentimientos, añorando regresar a casa para mecerme en sus brazos y llenarme de caricias. El tiempo que desparecí con Jean Paul estuvo al borde del suicidio y sólo su fe ciega en nuestro amor pudo animarle a seguir. Me buscó por todo el mundo y jamás me lo dijo. Cuando me encontró en aquel hospital romano se juró que siempre estaría junto a mí hasta la muerte. Y así fue. Cumplió su promesa. Sin embargo, descubrí que él siempre supo de mi infidelidad con Silvio y lo plasmaba en las páginas escritas de su puño y letra con una amargura que yo jamás le conocí. Había interceptado una carta dirigida a mí por parte de mi amante brasileño y así había descubierto mi aventura en la India. Por amor me había perdonado de nuevo y nunca, ni siquiera en los aledaños de la muerte, me había mencionado nada al respecto.

No puedo imaginar su sufrimiento callado, la rabia contenida que yo jamás sospeché y por ello le amo más aún.

Ya falta poco para nuestro reencuentro. Lucía, mi enfermera, sabe que necesito irme, que mi amado me espera porque sigo enamorada de él como desde el primer día. Lucía lo sabe y esta noche será la última que mis ojos verán este aburrido mobiliario al cual estoy condenada. Mi alma volará libre en pos del olor del mar, de la humedad de la lluvia, de la fuerza del viento hasta llevarme a los brazos de Patrick. Él me espera en Casablanca bajo la luz y el calor de aquel pequeño estudio donde nos amamos y odiamos con la fuerza de un ciclón. Cuando Lucía venga todo comenzará de nuevo y yo volveré a ser la poetisa enamorada que nunca dejé de ser. Ya falta poco, acabo de escuchar sus tacones por el pasillo.
 
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