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The Beater Man
Contribuidor de RE
Sin verificar
Os dejo con un relato que versa sobre la extraña relación entre un trombonista y una mujer.
EL TROMBONISTA DE HYDE PARK
Los primeros días del otoño convirtieron Londres en una ciudad cada vez más gris y fría. Los árboles dejaban caer las hojas lánguidamente y el césped se volvía cada vez más verde debido a las lluvias diarias. Hyde Park lucía un manto espeso de hierba siempre húmeda y era muy agradable pasear por sus jardines, lo cual yo hacía cada vez que la meteorología me lo permitía.
Mi rincón favorito en Hyde Park era el escenario donde tocaban diferentes grupos a diario. Los domingos por la mañana tocaba la misma banda de swing la cual repasaba los mejores temas de Benny Goodman, Duke Ellington o Count Basie. Había siempre un público fiel que no se perdía ni uno de los conciertos. Lo había podido comprobar porque yo misma acudía a mi cita puntualmente y recordaba a muchos de los asistentes. Pero entre todos aquellos amantes del jazz había una mujer que me había llamado la atención hacía ya mucho tiempo. Siempre he sido muy observadora y suelo fijarme en los detalles. Por ello no pasó desapercibido para mí que aquella mujer siempre llegaba antes de hora para ocupar la misma localidad, si así se le puede llamar a las sillas de plástico que un encargado del ayuntamiento colocaba frente al escenario. Ella cogía una y la trasladaba a un punto muy concreto detrás del escenario, justamente a la esquina trasera izquierda, se sentaba allí y veía todo el espectáculo desde allí. Cuando los músicos llegaban ella ya estaba esperando que desenfundaran sus instrumentos, afinaran y comenzaran a tocar. Delante de ella se colocaba el trombonista, un hombre de unos cincuenta y tantos, con aspecto de bonachón, regordete y con un fino bigote que se encogía cuando apretaba la boquilla contra los labios. Tocaba excelentemente porque realizaba varios solos de mérito que siempre provocaban aplausos espontáneos entre los presentes. El show no duraba demasiado, unos treinta minutos. Entonces, justo en el momento en que el batería daba el último golpe de platillo y acababa la función, la mujer se levantaba apresurada y se alejaba de allí. El trombonista la miraba alejarse, de pie en el escenario, con el instrumento colgando de su mano derecha. Chasqueaba visiblemente la lengua y negaba con la cabeza mientras desemboquillaba, abría su funda e introducía el trombón para guardarlo. Después se despedía de sus compañeros y se iba pasito a paso en dirección contraria.
Así cada domingo.
Aquel día en que descubrí el secreto de la mujer llegué temprano para observarla atentamente. Lloviznaba, pero eso no iba a ser un problema para la actuación pues el escenario estaba cubierto y el público londinense está acostumbrado a mojarse. Ella llevaba un chubasquero azul marino, con el pelo al descubierto. Era de mediana edad y apariencia agradable. Sus manos eran finas, de dedos largos. El rostro alargado, de nariz estrecha y algo respingona, aunque con ojos vivarachos y despiertos. Como ya nos habíamos visto más veces nos saludamos con un movimiento de cabeza en cuanto ella se sentó en su peculiar localidad. Yo me quedé merodeando por los alrededores, fingiendo que esperaba a alguien y sin preocuparme de tomar asiento. Aquel día lo de menos era el concierto.
Llegaron los músicos y observé a la pareja. Él subió al escenario por la escalerilla de cuatro peldaños, situada al otro lado de su lugar en la formación de vientos, trombón, saxo tenor, saxo alto y trompeta. El resto de la banda lo formaban el contrabajo, la guitarra, el piano, la batería y un cantante con voz de grooner que hacía las delicias del respetable en las baladas.
La misteriosa mujer sólo miraba a su trombonista, cada movimiento, cada gesto. Durante todo el tiempo que estuve observándolos nunca se cruzaron las miradas ni hablaron una sola palabra. Eran dos desconocidos que ansiaban conocerse, pero no sabían cómo.
El concierto empezó con la misma pieza de siempre, un melódico medio tiempo de Count Basie que la banda interpretaba a la maravilla. Siempre me ha gustado mucho la música y mi hermano adora el jazz por lo que muchos de esos temas eran muy conocidos para mí. Solía ponerlos una y otra vez en nuestra casa familiar a todo volumen provocando que mi madre le riñera, escandalizada por tanto ruido.
Miré detenidamente a la mujer. Tenía los ojos clavados en el trombón, y me refiero al instrumento. No los movía de una posición. Me fijé en el músico y noté algo extraño. Sus compañeros acompañaban el ritmo con su cuerpo, giraban la cabeza, miraban aquí y allá. Pero el trombonista parecía una estatua de piedra. No se movía de su posición, espalda recta, el trombón siempre preparado en los labios, aunque no tocara. ¿Cómo era posible? Me acerqué por detrás de la mujer sin hacerme notar y traté de descubrir qué miraba con tanta atención. Me puse muy cerca de ella, casi sin respirar para que no se percatara de mi presencia. Me agaché lo suficiente para que mi línea visual fuera la misma que la de ella y busqué el punto donde ella miraba.
Entonces me di cuenta.
Se estaban mirando a través del trombón. El metal bruñido y reluciente era como un espejo y los dos se observaban, se devoraban con los ojos, no perdían detalle. El músico se había aprendido las partituras de memoria para no tener que quitar la vista de su instrumento y no perder detalle.
Ella no se inmutó cuando perdí el equilibrio y tuve que apoyarme en su silla para no caer. Estaba como en trance.
Me retiré discretamente y disfruté a medias del concierto y a medias de la visión de aquellos dos extraños personajes. Cuando el show acabó ella volvió a salir apresuradamente y él la vio alejarse, de nuevo sin haber cruzado una palabra.
No pude contenerme. En cuanto le vi bajar del escenario me acerqué a él con la intención de aclarar algo de aquella misteriosa obra de teatro.
-Felicidades. Me encanta la forma en que toca usted –le dije estrechándole la mano. Él me sonrió amablemente y me dio las gracias.
-El placer es nuestro. A pesar de la lluvia siempre hay público. Gracias en nombre de la banda al completo.
No sabía cómo abordar el tema para que no me tachara de metomentodo, pero tuve una idea.
-Por cierto, su fan número uno debe de ser la mujer del chubasquero azul. No pierde detalle.
Él desvió la mirada y descubrí un conato de tristeza.
-Sí, Andrea es mi fan número uno.
Bingo, había resultado. Se estaba abriendo.
-¡Ah, la conoce! No podía ser de otra forma. Siempre está allí a su lado y sin perder detalle.
-Andrea es mi exmujer.
-Perdone, no quiero meterme donde no me llaman, pero parece que mantienen una peculiar relación. Les he estado observando y me he dado cuenta de cómo se miran. De hecho, no dejan de mirarse en toda la actuación.
Él suspiró. Me tomó del brazo y me invitó a que caminara a su lado por el parque.
-No sé cómo se ha dado cuenta usted, pero tiene toda la razón. Andrea y yo nos conocimos hace diez años. Ella es pianista y tocábamos juntos en una banda de jazz. Yo admiraba su forma de tocar y a ella le encantaba el sonido de mi trombón. Cuando actuábamos nos buscábamos con la mirada todo el tiempo para darnos energía. Sin ella yo no tocaba bien y a ella le pasaba lo mismo. Durante muchos años nuestra relación fue de amistad, pero siempre estaba latente esa sensación especial entre los dos. Una noche después de tocar le dije que me había enamorado de ella. Como nos conocíamos de sobras le pedí que se casara conmigo y aceptó. Fue increíble. Me sentí el hombre más feliz de la tierra. Pasábamos los días tocando, encerrados en nuestro apartamento, compartiendo música, proyectos, analizando los solos de los mejores instrumentistas, depurando nuestra técnica. Sin embargo, cuando la música no estaba presente nos sentíamos extraños, como dos desconocidos. Apenas teníamos contacto físico, ni una caricia, ni un beso. Me di cuenta de que ella no me quería a mí sino a lo que le aportaba musicalmente. Se había enamorado del trombonista, no de la persona.
Un año después me dejó. Un día se fue y no volví a saber de ella durante casi treinta meses. Yo pensé que le había pasado algo terrible e incluso denuncié el caso ante la policía. Apareció en uno de mis conciertos y se sentó en el lugar donde la has visto hoy. La primera vez me fui hacia ella, pero levantó su mano para detenerme. Me dijo que le permitiera escucharme, que necesitaba mi música pero que no quería nada más de mí. Me quedé helado, pero respeté su decisión. Desde entonces viene aquí cada domingo por la mañana. Nos comunicamos mediante el reflejo del metal, mirándonos a los ojos, yo lanzándole mensajes musicales secretos que sólo los dos conocemos, pero ella nunca reacciona. Se va en cuanto acaba el concierto y me deja con la esperanza de que quizás el próximo domingo volverá a venir.
El trombonista se quedó en silencio y yo no supe qué decir. Era una historia extraña, llena de sutilezas que no acababa de entender pero que a aquellos dos amantes les reconfortaban.
He vuelto a ir por Hyde Park y nada ha cambiado. La banda sigue tocando y Andrea sigue al lado de su trombonista, mirándole fijamente y escuchando las notas secretas que componen su melodía de amor.
EL TROMBONISTA DE HYDE PARK
Los primeros días del otoño convirtieron Londres en una ciudad cada vez más gris y fría. Los árboles dejaban caer las hojas lánguidamente y el césped se volvía cada vez más verde debido a las lluvias diarias. Hyde Park lucía un manto espeso de hierba siempre húmeda y era muy agradable pasear por sus jardines, lo cual yo hacía cada vez que la meteorología me lo permitía.
Mi rincón favorito en Hyde Park era el escenario donde tocaban diferentes grupos a diario. Los domingos por la mañana tocaba la misma banda de swing la cual repasaba los mejores temas de Benny Goodman, Duke Ellington o Count Basie. Había siempre un público fiel que no se perdía ni uno de los conciertos. Lo había podido comprobar porque yo misma acudía a mi cita puntualmente y recordaba a muchos de los asistentes. Pero entre todos aquellos amantes del jazz había una mujer que me había llamado la atención hacía ya mucho tiempo. Siempre he sido muy observadora y suelo fijarme en los detalles. Por ello no pasó desapercibido para mí que aquella mujer siempre llegaba antes de hora para ocupar la misma localidad, si así se le puede llamar a las sillas de plástico que un encargado del ayuntamiento colocaba frente al escenario. Ella cogía una y la trasladaba a un punto muy concreto detrás del escenario, justamente a la esquina trasera izquierda, se sentaba allí y veía todo el espectáculo desde allí. Cuando los músicos llegaban ella ya estaba esperando que desenfundaran sus instrumentos, afinaran y comenzaran a tocar. Delante de ella se colocaba el trombonista, un hombre de unos cincuenta y tantos, con aspecto de bonachón, regordete y con un fino bigote que se encogía cuando apretaba la boquilla contra los labios. Tocaba excelentemente porque realizaba varios solos de mérito que siempre provocaban aplausos espontáneos entre los presentes. El show no duraba demasiado, unos treinta minutos. Entonces, justo en el momento en que el batería daba el último golpe de platillo y acababa la función, la mujer se levantaba apresurada y se alejaba de allí. El trombonista la miraba alejarse, de pie en el escenario, con el instrumento colgando de su mano derecha. Chasqueaba visiblemente la lengua y negaba con la cabeza mientras desemboquillaba, abría su funda e introducía el trombón para guardarlo. Después se despedía de sus compañeros y se iba pasito a paso en dirección contraria.
Así cada domingo.
Aquel día en que descubrí el secreto de la mujer llegué temprano para observarla atentamente. Lloviznaba, pero eso no iba a ser un problema para la actuación pues el escenario estaba cubierto y el público londinense está acostumbrado a mojarse. Ella llevaba un chubasquero azul marino, con el pelo al descubierto. Era de mediana edad y apariencia agradable. Sus manos eran finas, de dedos largos. El rostro alargado, de nariz estrecha y algo respingona, aunque con ojos vivarachos y despiertos. Como ya nos habíamos visto más veces nos saludamos con un movimiento de cabeza en cuanto ella se sentó en su peculiar localidad. Yo me quedé merodeando por los alrededores, fingiendo que esperaba a alguien y sin preocuparme de tomar asiento. Aquel día lo de menos era el concierto.
Llegaron los músicos y observé a la pareja. Él subió al escenario por la escalerilla de cuatro peldaños, situada al otro lado de su lugar en la formación de vientos, trombón, saxo tenor, saxo alto y trompeta. El resto de la banda lo formaban el contrabajo, la guitarra, el piano, la batería y un cantante con voz de grooner que hacía las delicias del respetable en las baladas.
La misteriosa mujer sólo miraba a su trombonista, cada movimiento, cada gesto. Durante todo el tiempo que estuve observándolos nunca se cruzaron las miradas ni hablaron una sola palabra. Eran dos desconocidos que ansiaban conocerse, pero no sabían cómo.
El concierto empezó con la misma pieza de siempre, un melódico medio tiempo de Count Basie que la banda interpretaba a la maravilla. Siempre me ha gustado mucho la música y mi hermano adora el jazz por lo que muchos de esos temas eran muy conocidos para mí. Solía ponerlos una y otra vez en nuestra casa familiar a todo volumen provocando que mi madre le riñera, escandalizada por tanto ruido.
Miré detenidamente a la mujer. Tenía los ojos clavados en el trombón, y me refiero al instrumento. No los movía de una posición. Me fijé en el músico y noté algo extraño. Sus compañeros acompañaban el ritmo con su cuerpo, giraban la cabeza, miraban aquí y allá. Pero el trombonista parecía una estatua de piedra. No se movía de su posición, espalda recta, el trombón siempre preparado en los labios, aunque no tocara. ¿Cómo era posible? Me acerqué por detrás de la mujer sin hacerme notar y traté de descubrir qué miraba con tanta atención. Me puse muy cerca de ella, casi sin respirar para que no se percatara de mi presencia. Me agaché lo suficiente para que mi línea visual fuera la misma que la de ella y busqué el punto donde ella miraba.
Entonces me di cuenta.
Se estaban mirando a través del trombón. El metal bruñido y reluciente era como un espejo y los dos se observaban, se devoraban con los ojos, no perdían detalle. El músico se había aprendido las partituras de memoria para no tener que quitar la vista de su instrumento y no perder detalle.
Ella no se inmutó cuando perdí el equilibrio y tuve que apoyarme en su silla para no caer. Estaba como en trance.
Me retiré discretamente y disfruté a medias del concierto y a medias de la visión de aquellos dos extraños personajes. Cuando el show acabó ella volvió a salir apresuradamente y él la vio alejarse, de nuevo sin haber cruzado una palabra.
No pude contenerme. En cuanto le vi bajar del escenario me acerqué a él con la intención de aclarar algo de aquella misteriosa obra de teatro.
-Felicidades. Me encanta la forma en que toca usted –le dije estrechándole la mano. Él me sonrió amablemente y me dio las gracias.
-El placer es nuestro. A pesar de la lluvia siempre hay público. Gracias en nombre de la banda al completo.
No sabía cómo abordar el tema para que no me tachara de metomentodo, pero tuve una idea.
-Por cierto, su fan número uno debe de ser la mujer del chubasquero azul. No pierde detalle.
Él desvió la mirada y descubrí un conato de tristeza.
-Sí, Andrea es mi fan número uno.
Bingo, había resultado. Se estaba abriendo.
-¡Ah, la conoce! No podía ser de otra forma. Siempre está allí a su lado y sin perder detalle.
-Andrea es mi exmujer.
-Perdone, no quiero meterme donde no me llaman, pero parece que mantienen una peculiar relación. Les he estado observando y me he dado cuenta de cómo se miran. De hecho, no dejan de mirarse en toda la actuación.
Él suspiró. Me tomó del brazo y me invitó a que caminara a su lado por el parque.
-No sé cómo se ha dado cuenta usted, pero tiene toda la razón. Andrea y yo nos conocimos hace diez años. Ella es pianista y tocábamos juntos en una banda de jazz. Yo admiraba su forma de tocar y a ella le encantaba el sonido de mi trombón. Cuando actuábamos nos buscábamos con la mirada todo el tiempo para darnos energía. Sin ella yo no tocaba bien y a ella le pasaba lo mismo. Durante muchos años nuestra relación fue de amistad, pero siempre estaba latente esa sensación especial entre los dos. Una noche después de tocar le dije que me había enamorado de ella. Como nos conocíamos de sobras le pedí que se casara conmigo y aceptó. Fue increíble. Me sentí el hombre más feliz de la tierra. Pasábamos los días tocando, encerrados en nuestro apartamento, compartiendo música, proyectos, analizando los solos de los mejores instrumentistas, depurando nuestra técnica. Sin embargo, cuando la música no estaba presente nos sentíamos extraños, como dos desconocidos. Apenas teníamos contacto físico, ni una caricia, ni un beso. Me di cuenta de que ella no me quería a mí sino a lo que le aportaba musicalmente. Se había enamorado del trombonista, no de la persona.
Un año después me dejó. Un día se fue y no volví a saber de ella durante casi treinta meses. Yo pensé que le había pasado algo terrible e incluso denuncié el caso ante la policía. Apareció en uno de mis conciertos y se sentó en el lugar donde la has visto hoy. La primera vez me fui hacia ella, pero levantó su mano para detenerme. Me dijo que le permitiera escucharme, que necesitaba mi música pero que no quería nada más de mí. Me quedé helado, pero respeté su decisión. Desde entonces viene aquí cada domingo por la mañana. Nos comunicamos mediante el reflejo del metal, mirándonos a los ojos, yo lanzándole mensajes musicales secretos que sólo los dos conocemos, pero ella nunca reacciona. Se va en cuanto acaba el concierto y me deja con la esperanza de que quizás el próximo domingo volverá a venir.
El trombonista se quedó en silencio y yo no supe qué decir. Era una historia extraña, llena de sutilezas que no acababa de entender pero que a aquellos dos amantes les reconfortaban.
He vuelto a ir por Hyde Park y nada ha cambiado. La banda sigue tocando y Andrea sigue al lado de su trombonista, mirándole fijamente y escuchando las notas secretas que componen su melodía de amor.