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Alberto

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Bien, pues no soy un experto en este tema, solo me nace escribir, cualquier cosa, a veces se me vienen escenarios a la mente, los escribo, recuerdo momentos y los plasmo.

En lo que a mi respecta, me declaro un enamorado de mi país, su cultura, su gente, su geografía, su historia. México es un país hermoso, enorme, desigual y muy peculiar. Su folcklor es un aspecto que me tiene pasmado, la capacidad artistica através de la histora ha mostrado que somos un pueblo sensible en muchos aspectos de la vida, religión, arte y otros aspectos interesantes.

Cuando escribo, normalmente lo hago sobre el folcklor mexicano, proveniente de algún relato o leyenda muy típico de la cultura de mi gente. Esos sucesos tan peculiares que se rodean de elementos muy mexicanos, trato de simplemente cristalizarlos sobre un simple cuento.

Un ejemplo, hace poco platicando con un funcionario de gobierno amigo mio, me entero que en un pueblo del estado de México ocurrió una historia curiosa e interesante en la década de los 50's, al escucharla me imaginaba todo sobre este tema, intenté escribir sobre ello y pues nació un cuento un poco largo, pero me esforzé por respetar su integridad y tratar de plasmar ese folcklor del que hablo, esa estela que rodea de elementos muy propios de mi cultura y mi país. He querido incursar en el cuento surrealista, pero no estoy listo aún, hay que tener una mentalidad un tanto poética y chalada como dicen en España para lograrlo, algún día lo haré sin duda.

Y pues, sin ser un experto y sonrojado, les presento un cuento que realizé con mucho cariño disfrutando al máximo cada palabra y letra escrita en él:

"La noche que el tren descarriló":

Los pasos lentos y cansados arrastraban años de vida de trabajo, las botas de minero maltratadas avanzaban por las calles del pueblo de Real de Arriba en la tarde cálida de verano, al llegar don Rubén Servín a su antigua casa lo recibe su anciana esposa doña Margarita abriendo el portón. Adentro el olor a café de olla abunda, la leña cruje en el antiguo fogón y los rostros de ambos se iluminan del color del fuego, platican poco, las cenizas ardiendo se elevan hasta apagarse, un café y un bolillo es la cena que los reúne en aquella cocina, después de un rato se levantan, Margarita lava las tazas en una cubeta y el señor Rubén se dirige hacia su cuarto.

La cama de metal rechina con el constante movimiento mientras la pareja de ancianos se acuestan, después de un rato doña Margarita sopla y apaga la vela, la diminuta luz de la mecha se disipa lentamente y el humo de la cera se eleva desapareciendo al instante, todo es oscuridad.

Unas horas después, el goteo constante sobre el techo despierta a don Rubén, un aguacero se precipita sobre Real de Arriba, se levanta, entre lo oscuro se dirige y abre la puerta, el frío entra a su cuarto, sale y corre sobre el patio de su casa, lleno de macetas con geranios, petunias, pensamientos y violetas, el aguacero de pronto lo empapa, entra a la letrina y se encierra. Sentado, pensativo y somnoliento de repente escucha un enorme estruendo, a lo lejos se oyen fierros chocando y desplomándose, cuando abre aquella delgada puerta de madera, se veía la silueta de Margarita en el pasillo atrás de sus macetas con un rebozo encima: -¿escuchaste eso Rubén?, gritaba apenas haciéndose oír en medio del escándalo del aquel aguacero, don Rubén solo asintió con la cabeza: -¡métete mujer!-, le gritó señalando el cuarto, -¡algo ha de haber pasado en la estación!-.

Después de un rato, durmieron nuevamente. Poco tiempo pasó, alguien llamó desesperadamente a la puerta, mientras don Rubén se dirigía a abrir poniéndose encima un sarape, los golpeteos no cesaban, con trabajo abrió en medio de la tempestad, eran unos compañeros mineros: -¡don Rubén!-, gritaba uno, -venga con nosotros, dicen que el tren se descarriló unos kilómetros afuera del pueblo, iba para México, nos piden ayuda para que vayamos a auxiliarlos, échenos la mano-, don Rubén dio un par de pasos, volteó y gritó: -¡ahí regreso Margarita, no me esperes, quédate en la casa!-, gritaba y se dirigía con los mineros corriendo entre el torrente y el lodo.

Llegaron a la estación, había pocas personas, el jefe de la estación empapado, les ordenó dirigirse al lugar del accidente: -¡apúrenle, el ejército ya viene, ya les avisamos, mientras ayuden en lo que puedan, calculo que se descarriló a la altura de Tierra Blanca, está como a quince kilómetros de aquí, ya algún compañero aventó un par de bengalas, tengan esos caballos y adelántense!-, el jefe de la estación apenas se hacía escuchar, todos tomaron un caballo y salió el primero y después todos detrás de él, el rumbo era conocido y solo había que tomar el camino que iba paralelo al río crecido por la tormenta.

El acceso fue difícil, había que cruzar algunas áreas inundadas y la tormenta no paraba, algunos de ellos llevaban lámparas de queroseno, la oscuridad reinaba y la visibilidad era casi nula, mientras avanzaban, don Rubén ponía atención, no podía ver nada, de repente, un relámpago iluminó el área, a unos 300 metros enfrente de ellos, en una curva dentro de un cañón pequeño con el río inundando los rieles, yacía el ferrocarril de costado, todo era un desastre, los vagones encimados, otros estrellados entre si, otros casi sumergidos en el caudal, al parecer este había removido el suelo donde yacían los durmientes y rieles, la inundación no permitió ver al maquinista este detalle y cuando pasó esa mole de acero, el riel no encontró apoyó y cedió, la velocidad permitió que todo se descarrilara causando tal accidente.

Aceleraron su paso, al llegar solo veían fierros retorcidos, vagones expuestos, muchos de ellos llevaban granos y madera por toneladas, al parecer no era un tren de pasajeros, acudieron a la locomotora que yacía volteada a un lado del río, posiblemente había personas que requerían ayuda, cuando llegaron encontraron un par de cuerpos flotando en el río, otro atorado en los arbustos con una pistola de bengalas en la mano, era golpeado por el caudal, al parecer no había sobrevivientes.

Algunos arrastraban los cuerpos, cuando alguien gritó: -¡miren, vengan aquí, rápido!-, todos acudieron, don Rubén fue el último en llegar. Cuando se dio cuenta, todos boquiabiertos observaban con la poca luz de las lámparas, inmóviles recorrían la escena enfrente de ellos, un vagón, de los primeros, había sido investido y la puerta había botado unos metros, parte del contenido había sido arrojado y disperso a unos cuantos metros, solamente veían siluetas, un relámpago iluminó la escena y confirmó lo que todos sospechaban, era lingotes, grandes, cientos o miles de ellos, de oro, todos dispersos, el tren había acudido al pueblo para llevar ese cargamento a la capital, ignoraban el uso que les darían y en el momento no les importaba.

En silencio, mientras el agua escurría el rostro y sombrero de todos los presentes, comenzaron a tomarlos, nadie objetaba, don Rubén estaba mudo ante tal escena, se agachó y tomó uno en sus manos, estaba muy pesado, era hermoso, tenía el sello del Mineral de Real de Arriba, este metal había sido extraído y procesado por sus manos y la del resto de los compañeros mineros, algunos de ellos no podían con todo lo que llevaban, se desesperaban, don Rubén, temeroso de que el ejército llegara en ese instante, hizo algunos viajes cerca del lugar, escondió varios de ellos dispersos entre unas nopaleras, plagadas de hierbas y casi impenetrables, los lingotes fueron escondidos a prisa en un lugar inhabitable, solo había alrededor magueyes, pirules y mezquites. Tomó como referencia un enorme pirul viejo y frondoso, se distinguía entre los demás, esa sería el lugar cuando acudiera de regreso por esos lingotes escondidos.

Después de un rato, llegó el ejército, sabían del contenido del tren y se apresuraron, acordonaron con centinelas y ordenaron a los mineros que se retiraran, algunos no pudieron llevar nada, les habían quitado todo, otros habían escondido al igual que don Rubén en algún lugar cercano. De regreso todos platicaban sus hazañas orgullosos, don Rubén se mantuvo callado y cada uno se fue despidiendo al llegar al pueblo que estaba despierto, el descarrilamiento era una noticia trágica y era de la atención de los habitantes del Real de Arriba.
Un par de semanas después, al finalizar una jornada de trabajo, al salir de la mina don Rubén se dirigió al lugar, ya habían recogido los escombros del accidente, algunos trabajadores finalizaban su labor en las vías. El oro que procesaban en el mineral ahora era transportado en carretas por cuadrillas fuertemente armadas del ejército hacia el pueblo cercano para ser embarcado en tren hacia la capital, este detalle solo lo hicieron mientras arreglaban las vías para que volviera a entrar el tren al Real del Arriba.

Con cuidado, mientras se retiraban los ferrocarrileros, se escondió entre la hierba, una vez que se fueron, regresó a aquellas nopaleras tomando como referencia ese pirul frondoso. Se internó, poco a poco fue tomando cada lingote que había escondido, los acumuló y los escondió al pie de una de ellas, enterrados al raz del suelo, solo había que remover unas hierbas y piedras ahí se encontraban catorce lingotes de oro puro del Mineral del Real de Arriba.

Los catorce días siguiente, el señor Rubén al salir de la mina se dirigía hacia Tierra Blanca, se internaba en las nopaleras no sin antes ver si alguien lo veía o seguía, desenterraba un lingote el cual echaba a su morral donde traía parte de su equipo y comida para la jornada, día tras día llevaba uno a uno a su casa, llegaba ya noche. Hasta que finalizó, los escondió, el temor llegó después cuando las autoridades del pueblo se enteraron que los mineros que había acudido al rescate habían saqueado parte del contenido de carga del tren, propiedad de la nación, a algunos compañeros de Rubén les fueron decomisado los lingotes que habían obtenido y otros habían huido del pueblo y nunca se supo de ellos.
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Don Rubén no le comentó nada a su esposa en un principio, ella ignoraba del asunto y al catearle en toda su humilde casa el ejército no encontró nada, lo libraron de culpa y al tiempo el asunto se calmó. Después de esta investigación, don Rubén le comentó todo a Margarita, la cual no mostró mucha emoción, ahora tratar de vender ese oro sería difícil por lo delicado de la situación, ambos lo sabían y no habrá forma para ellos, decidieron no hablar más del asunto.
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Las compadres de don Rubén, Pedro Alcaraz y Maximiliano García, mineros supervisores de profesión, al escuchar los rumores sospechaban de él, aunque se le veía su vida modesta, estos comenzaban a imaginarse de los posibles lugares donde don Rubén había oculto sus lingotes. Después de un tiempo, tomando cerveza en el billar del pueblo, desesperados comenzaron a platicar del asunto, se dieron cuenta que ambos tenían la misma inquietud de la posibilidad de don Rubén de tener ese oro y veían mal que el compadre Rubén no compartiera los lingotes con ellos, estos no creían que al anciano el ejército no le había hallado nada: -se me hace que al compadrito no le hallaron por que los enterró a tiempo, los otros lo empezaron a gastar y fue notorio, pero Rubencito es más abusado y lo ha de tener bien escondidito-, decía uno, -oiga Pedro, yo creo que el compadre Rubén los ha de tener en su cuarto, los ha de haber escondido re bien, o quien le dice que compró a los soldados y lo dejaron, les ha de haber dado algo de su dinero-, le respondía,-fíjese, y ya que nos sinceramos, ¿por que no le damos una visita y le pedimos algo? , somos compadres y pus que al menos se vea bondad en su persona hacia nosotros, ¿no que mucha amistad de años?-, el otro lo miraba con atención, -¿quiere decir usté que…?, el otro asintió con la cabeza.

Unas semanas después, temprano en la madrugada, el interior de la mina era sofocante, el calor casi permitía respirar, el ensordecedor ruido de la máquinas que taladraban las paredes apenas permitía escuchar a los mineros que bajando del elevador, acudían con el supervisor, daban su nombre en la lista matutina y se dirigían a sus puestos. Después de un rato, haciendo un recuento de los asistentes, el supervisor notó algo raro: -falta Rubén Servín-, pensó.

El silencio reinaba en el pueblo, una marcha fúnebre de muy pocas personas llevaban un par de ataúdes hacía el cementerio, uno que otro cuete tronaba en el cielo anunciando la desgracia, al matrimonio de ancianos los habían encontrado sofocados en su alcoba, simplemente amanecieron muertos y las autoridades iniciaron investigaciones aunque sin mucho interés y resultados. La pareja de ancianos, que nunca habían procreado hijos, morían casi en el anonimato y no había quien reclamara la humilde vivienda, morada de tantos años de trabajo y matrimonio. Al poco tiempo, el pueblo se olvidó de don Rubén y doña Margarita, vecinos distantes, amables y que nunca habían hecho relación estrecha con la gente del Real de Arriba.

-Pinche chabela, ya le he dicho……!!!chabelaaaaaa!!!-, gritaba Pedro, -¿donde están mis centavos que puse en el mueble?, -no sé señor, le juro que…-, -!!!déjate de pendejadas!!!-, gritaba histérico, -siempre me andas chingando el dinero, pero me vas a poner hasta la m….-, -calma compadrito-, decía Maximiliano mientras ingresaba a la casa, -déjala, de cualquier manera la explotas un chingo y le pagas re mal-, Maximiliano meneó la cabeza y chasqueó la boca en modo de desaprobación.

Era sábado por la tarde, el pueblo estaba lleno de vida, las calles llenas de gente se dirigían al centro, celebraban el santo patrono del pueblo y la fiesta estaba por comenzar en un par de horas, Pedro y Maximiliano después de esperar un tiempo prudente, planeaban dirigirse a la casa abandonada de don Rubén, era el momento propicio para recuperar eso lingotes que habían quedado escondidos y no habían sido compartidos, aprovechando que el pueblo entero acudiría a la feria, ellos tendrían la tarde y noche enteras para hacer su fechoría.

Horas después de haber ingresado a la casa a escondidas, los compadres estaban desesperados, después de haber hecho destrozos en muros y suelos, no lograban encontrar los lingotes de don Rubén, Pedro sentado en el pasillo, sucio y cansado, meditaba por largo rato, dentro de la cocina abandonada se encontraba Maximiliano tumbando el fogón que tantos años había preparado café a don Rubén, la barreta destruía poco a poco los adobes apilados, Pedro, teniendo la macetas enfrente con las plantas completamente secas, trataba de imaginar el lugar adecuado en el cual don Rubén había escondido el oro en aquella vieja casa, -a lo mejor no tuvo nada el pinche compadrito ese-, se decía, al poco rato llegó Maximiliano empapado en sudor y se sentó a lado, -aquí no hay ni madre Pedro, mejor vámonos, a lo mejor el compadrito no se guardó nada-.

Hubo un rato de silencio, la noche ya había caído, ambos habían encendido un cigarro, la oscuridad cubría la casa y aquellos malhechores seguían sentados en aquel pasillo, sus rostros se iluminaba con la luz del cigarro al dar una bocanada. De repente Pedro se incorporó y miró a su compadre, una expresión en su cara no ocultaba que acababa de tener una buena idea, -¿sabe lo que voy a hacer Maximiliano?, me voy a apropiar de esta casa, voy a mandar a la chabela pa’ que limpie y riegue el jardín, esta pinches plantas están muertas-, decía mientras pateaba la maceta que estaba enfrente de él causándole una grieta grande casi en la base, -estas se las regalo a chabela, la levantamos y poco a poco me meteré en la casa y me la haré mía, al fin que no tuvo heredero-, decía Pedro imaginando que sería muy fácil de apropiarse de una casa de tal manera.

Pasaron algunas semanas, chabela acudía una vez a la semana por órdenes de Pedro a la casa, el jardín comenzaba a verdear y la casa estaba limpia y poco a poco un albañil fue restaurándola, estaba casi perfecta, le restaba ser pintada en sus muros y quedaría como nueva.

Así pasaron algunos meses, a Pedro le desesperaba no localizar aquellos lingotes y poco a poco se hizo a la idea que el anciano nunca había obtenido algunos de aquella noche de tormenta cuando el tren se descarrilló a la altura de Tierra Blanca. Ambos compadres seguían en su rutina diaria, el pueblo llevaba el ritmo de siempre, los días pasaban y pasaban, el desinterés en la casa invadió a Pedro, además del costo de mantenerla hizo que casi se olvidara de ella, nuevamente su aspecto volvió al de antes.

Una mañana de domingo, mientras acudían al salón de billar en el centro de Real de Arriba, Pedro vio a chabela que presurosa acudía al mercado afuera de la iglesia, -!!!chabelaaa!!!-, le gritó, -dígame señor-, respondía mientras se dirigía hacia ellos, -mañana lunes ve a la casa temprano, llévate al albañil, saquen todo lo que haya, escombro, hierbas, las macetas del pasillo y vuelve a arreglarla, mi’ ja se casa pronto y le voy a rentar la casa esa-, -¿que a poco le va a rentar a su propia hija don Pedro?, regálele la casa, no sea usted ma…-, -cállate, tú no metas-, le respondía Pedro, -esta india, siempre queriendo pasarse de lista conmigo-, le decía Pedro a Maximiliano mientras se quitaban el sombrero ingresando a billar.

El lunes pasó, la jornada de supervisión en el Mineral de Real de Arriba pasó como cualquier otro día, así terminó la semana, el fin de semana siguiente la esposa de Pedro le recordaba: -oye Pedro, no mandaste a la chabela a que limpiara la casa de don Rubén-, -esa casa no es de don Rubén vieja, es mía, métetelo en la cabeza-, -ta’ bueno, solo dime si le dijiste por que no ha venido en toda la semana y pues vive allá arriba en el cerro y no puedo dar con ella para decirle que venga a ayudarme-, -si le dije, me dijo que iba ir pero pues he andado ocupado-, -voy a buscarla para que me ayude, además la boda no tarda y para que tengan los muchachos donde caer-, -ta’ bueno-, decía Pedro sin darle mayor importancia.

Los pasos presurosos hacía la casa de don Rubén levantaban polvo, chocaban con las piedras del camino y el rostro de Pedro y Maximiliano estaban pálidos, sudados y jadeando paraban para tomar aire, la vida se les iba en un jadeo, estaban ya cerca de dicha casa y temían lo peor, buscando a chabela se enteraron que de la noche a la mañana había dejado el pueblo, el albañil también llevándose a toda su familia.

Cuando llegaron abrieron con fuerza, la casa no tenía trabajo alguno, la hierba verde abundaba en el patio central, el escombro producido por los destrozos causados por ambos compadres en su incansable búsqueda de aquellos lingotes abundaba en los cuartos y la cocina, comenzaron a buscar algún indicio, Pedro metido en el cuarto de don Rubén escuchó: -venga compadre-, así de simple, acudió con calma, se daba cuenta que lo peor estaba por venir, al salir del cuarto vio a Maximiliano con la vista fija, no se había dado cuenta, bajó la vista, en el suelo había 14 macetas rotas, en pedazos a lo largo del pasillo que rodea el patio central, las huellas de dos personas iban y venían hechas con tierra y lodo, chabela había descubierto el lugar donde se ocultaban los lingotes por accidente, a Pedro le angustió más saber que él mismo casi había roto una la noche de fiesta del pueblo en la que se introdujeron para buscar los lingotes dándole una patada, -las tuvimos enfrente de nosotros y tú mismo se los regalaste compadre, tal vez si hubiera sido de día nos habíamos dado cuenta, pero estaba oscuro, ¿recuerda?-, Pedro no respondió nada.

Y así pasaron los años, los atardeceres plácidos del Real de Arriba transcurrían uno tras otro, la vida en la mina era la misma, Maximiliano había muerto de una enfermedad lenta y dolorosa y con la carga de haber participado en el asesinato de la pareja de ancianos, dicen que murió en una gran depresión. Y a Pedro la edad lo alcanzó, jubilado, con una pensión de hambre, además quien después de aquel día solo hablaba lo indispensable, avejentado, con el alma destruida por los suelos, no hacía otra cosa que pensar en chabela.

Estando solo en la sala en un sillón, en una tarde de invierno miraba por la ventana el crepúsculo, la silueta oscura de la torre de la iglesia aparecía erguida y el ruido de los niños jugando en el jardín se escuchaba a lo lejos, con la mirada sin rumbo, tomó aire y dijo: -ahhh que pinche chabelita, de cualquier manera siempre me chingaste, que cabrona me saliste-, -¿me hablaste papá?-, decía su hija mientras se asomaba por la cocina, -no mi’ ja, no me hagas caso, sigue en lo tuyo-.

En los primero días de enero, Pedro Alcaraz amaneció muerto, solo, en su cuarto, estuvo casi un día sin que nadie lo supiera, el entierro fue triste, un par de hijos trasladaban el féretro al panteón, lo enterraron y no hubo misa y ninguna muestra de dolor. A la fecha, se puede leer todavía su nombre sobre su cripta, llena de hojas y basura en el cementerio del Real de Arriba, a Pedro no hubo quien le llorara, y por siempre nadie se acordaría de él.

FIN

Ojalá les haya agradado, reciban un saludo.
 
Enhorabuena, me ha encantado tu historia. Creo sinceramente que podrías prodigarte más en el Off Topic, por lo menos una persona te lo agradecería. Saludos.:D
 
Me gusta, consigue que te metas en la historia, sigue así.
 
Bonito relato y bonito tema, yo soy aficionado a la busqueda de metales por hobby y cualquier hallazgo de este tipo es el sueño de cualquiera de nosotros, os voy a copiar y pegar un relato sucedido durante la Guerra Civil en mi ciudad, no es mio, lo he copiado de una web sobre detectores de metales donde el webmaster, en primera persona, cuanta una historia conocida, por si alguien le puede indicar como seguir el rastro que le facilite llegar hasta el tesoro:


Hace algunos años, cuando uno era bastante más joven, no buscaba tesoros, y andaba falto de trabajo, uno de mis tíos, hoy desgraciadamente ya fallecido, me ofreció un trabajillo de verano para hecharle una mano en su clochinero.

Muy posiblemente, aquellos de vosotros que no seáis valencianos no sepáis que es un clochinero, o, más básicamente, que es una clóchina (Aunque se escribe sin acento, he preferido ponerlo para que conozcáis la pronunciación correcta).

Las clochinas son moluscos, muy similares a los mejillones, tanto, de hecho, que mucha gente los confunde, y aún sostienen que es lo mismo. Pero los que tenemos la fortuna de ser de esta tierra tocada por la mano de Dios sabemos muy bien que no es así:

Si, pueden parecer iguales, aunque nuestras clochinas cuentan, generalmente, con menor tamaño que los norteños mejillones, pero una vez que las abres y degustas su anaranjada carne cargada de efluvios marinos y yodo, jamás vuelves a encontrar en el más común mejillón otra cosa que insipidez y una leve insinuación de lo que realmente es una pequeña clochina. (Sin animo de ofender a los norteños... probarlas antes de lanzarme una diatriba, si es que tenéis oportunidad).

La cuestión es que estos moluscos se cultivan sobre cuerdas que penden de unas barcazas con una superestructura de vigas y traviesas en forma de emparrillado o enrejado. Generalmente las barcazas que sirven de base a estas estructuras son antiguas barcas de Bou...

(Y ya me he metido otra vez en un pequeño berenjenal: Una barca de Bou es un pesquero típico de la costa mediterránea, y más concretamente del área de Valencia. Nuestros pescadores, cuando no existían puertos en condiciones (Y, aún hoy en día, muchos pequeños pescadores, pese a que si que existan los puertos lo encuentran más cómodo) en nuestro litoral, tenían por costumbre varar en la arena sus barcas de pesca. Pero llegó un momento en que las barcas se fueron construyendo cada vez un poco más y más grandes hasta llegar a un punto donde realmente resultaba complicado para los hombres vararlas por si mismos. Así pues, las cofradías de pesca convinieron adquirir unas yuntas de bueyes (En nuestra lengua vernácula, el valenciano, Bou significa toro y, por extensión, un buey macho es un toro grande) para poder arrastrar las barcas fuera del agua y vararlas en la arena.... y fue la fuerza de estos nobles brutos la que definió las dimensiones de nuestra barca de pesca más típica, la barca de Bou. Hoy en día estas barcas, aún manteniendo el nombre, son aún más grandes que las primeras barcas de Bou, pero pese a todo conservan sus formas y proporciones básicas).

Pero me estoy apartando del tema...

La cuestión es que, en una tórrida mañana de verano, en una de las pocas paradas que la ardua labor de extraer la clochina permite, mientras que nos refrescábamos con unos tragos de agua del tradicional y nunca suficientemente ponderado botijo, a la fragmentada y precaria sombra de un cañizo tendido sobre la cubierta, la conversación derivo sobre los precios que llegan a alcanzar los clochineros, dado el negocio que reportan pese al arduo trabajo, y sobre algunas historias curiosas y, cómo solía suceder, mi tío Julio se llevó la palma con esta:

Señalándonos un clochinero fondeado unos cientos de metros más allá nos dijo:

"Ese que veis allí, es el clochinero más caro que veréis nunca, de hecho, sus dueños, muy posiblemente no lo venderían ni por el precio de tres de los otros cualesquiera juntos".
Asombrados giramos nuestras miradas al lugar que indicaba y, ante nuestros ojos, no había más que un clochinero de tamaño medio, en no muy buen estado, y con una equipación que no descollaba precisamente por su novedad...

Cómo es lógico, eso provocó una sarta de preguntas que mi tío Julio disfruto con un poco de sorna durante unos instantes, hasta qué, finalmente, accedió:

"Está bien, está bien... os diré por qué vale lo que vale... y por qué muy posiblemente no se venda nunca".

Y esta, poco más o menos (Al menos así la recuerdo) fue su historia:

"Corrían los tiempos de la Guerra Civil y, tal y cómo se vislumbraba la contienda, era evidente que muy pronto cedería el frente y Valencia cambiaría de manos.

Por aquel entonces el Gobierno de la República residía en nuestra ciudad, cosa que, cómo ya sabéis, sirvió de excusa, al General Franco para castigar a nuestra ciudad de muy diversas formas, castigos que marcaron y marcan nuestra economía y aún la fisonomía de nuestra ciudad y nuestra tierra hasta hoy.

La cuestión es que, cuando se hizo evidente que el frente cedería a no tardar mucho, y, ante la inminencia del desastre, se decidió cambiar el Gobierno de la República de emplazamiento.

Este hecho, por si hiciera falta mayor corroboración, sirvió para que muchos republicanos convencidos se diesen plena cuenta de que sus vidas y sus bienes estaban a punto de correr un gran peligro con el advenimiento de las fuerzas nacionales.

Así pues, muchos de ellos, decidieron, en la medida de lo posible y, en muchos casos, sufriendo grandes perdidas, transformar sus bienes en dinero, dinero que pudieran esconder y hurtar a la esperada rapiña.

El dueño por aquel entonces de ese clochinero, malvendiendo unas cosas y otras, logró finalmente reunir 8.000 duros de plata. Hasta el último momento aguantó el hombre vendiendo lo que podía y reuniendo todo ese dinero... tan hasta el último momento que, con las fuerzas rebeldes ya tomando la ciudad, corrió sólo a ocultarlo, y, al parecer, no pudiendo salir de la ciudad ni ir a ningún sitio donde pudiese enterrarlo, decidió que el mejor lugar para ello era su clochinero que, dado su gran valor, no había podido vender.

Cuando, al tiempo, regresó a casa, su mujer le interpelo sobre lo que había sucedido, y sobre el lugar donde había ocultado toda su fortuna, y él, nervioso e inquieto por los sucesos que estaban acaeciendo, tan sólo acertó a decirle:

"Tranquila, mujer: Lo he escondido en el clochinero y nadie lo encontrará allí nunca. Voy a bajar al casino, a enterarme de lo que está sucediendo... ahora vuelvo"

Pero jamás volvió:

No se sabe si de camino al casino, en el mismo o de vuelta a casa, la cuestión es que fue señalado por un malediciente cómo republicano acérrimo y, además rico, apresado y, al parecer, fusilado.

Y allí quedó la mujer, con sus hijos, en plena Guerra Civil, librada a su suerte... suerte que no dejó de sonreírle pese a todo, pues nadie pensó en confiscar el clochinero, al contrarío que sus otras propiedades, y este quedó en poder de la familia y les permitió afrontar de una forma más desahogada los rigores de la posguerra...

Quedaba pues la esperanza de volver a levantar la familia una vez que acabó todo:

Al fin y al cabo, en el clochinero se ocultaban 8.000 duros de plata, y no en papel, si no en monedas que guardaban todo su valor en esos azarosos tiempos.

Allá se fueron pues mujer e hijos, revolviendo el viejo clochinero de arriba a abajo en búsqueda de su fortuna... pero para su desolación, nada fueron capaces de encontrar.

La producción del clochinero y el trabajo duro fue lo único que les permitió sobrevivir y volver a alcanzar una situación desahogada, por que los 8.000 duros de plata jamás aparecieron:

Tan sumamente bien los llegó a esconder el difunto marido.

Y, aún hoy en día, cada vez que se les ocurre una nueva posibilidad, vuelven a revolver de arriba a abajo el clochinero... pero siguen sin encontrar nada".

Así acabo la historia y proseguimos con el trabajo.

Interesante, ¿Verdad?

Si os estáis preguntando por qué no he buscado yo ese tesoro... bueno, la explicación no es sencilla, pero es fácilmente comprensible:

Para cuando supe lo bastante cómo para poder hacerlo, mi tío ya había fallecido.

Aún así, debiera haberme resultado relativamente fácil dirigirme a los dueños del clochinero, llegar a un acuerdo con ellos y utilizar un detector de metales para buscar toda esa plata... pero durante los años pasados desde que mi tío nos contó esa historia, las modificaciones obradas en el Puerto de Valencia tuvieron cómo consecuencia el que los clochineros fuesen cambiados al menos en dos diferentes ocasiones de emplazamiento... con lo que el orden de los mismos varío.

Para colmo de males, y para complicar más la cosa, un par de duros temporales de invierno, los temibles temporales de Levante, dieron a pique con dos o tres de ellos, y se añadieron unos cuantos nuevos... pero esos temporales tan duros tuvieron cómo consecuencia que la práctica totalidad de los clochineros sobrevivientes cambiasen su fisonomía tras las reparaciones.... haciendo imposible de todo punto poder discernir cual
de ellos fue el señalado por mi tío en aquella calurosa mañana de verano.

¿Que remedio me queda? ¿Ponerme a "perseguir" a los dueños de los clochineros preguntándoles por el tesoro? ¿Realmente crees que si tu supieras de un tesoro de tu familia le contarías algo al respecto al primer desconocido que te interpelara sobre ello en el muelle?.

La única solución que se me ocurre es esta:

Contaros la historia cómo a mi me la contaron con la esperanza de que algún día, alguna persona de esa familia, o conocido de ellos, o que, simplemente, también conozca la historia pero no le haya perdido la pista al clochinero, pueda ponerse en contacto conmigo y facilitarme el contacto con los herederos de esa familia y organizar la búsqueda a fondo utilizando un buen detector de metales... y los conocimientos que
poseo.

Además... ¿No creeréis que he pasado todos estos años buscando tesoros sin acordarme jamás del tesoro del clochinero, verdad? Y tanto pensar ha dado sus frutos:

Hoy, sabiendo lo que sé de buscar tesoros y de donde y cómo suelen ocultarse estos, además conociendo cómo conozco las cosas de la mar y los barcos por mi afición a navegar, ya creo saber donde escondió esos 8.000 duros de plata, pues sólo hay dos lugares posibles donde muy difícilmente los podría encontrar nadie y, de ellos, solamente uno cumple con el requisito absoluto de que JAMÁS a nadie se le ocurriría buscarlos ahí.


¿Alguien tiene una pista sobre donde está ahora ese clochinero?
 
Antamo, ese cuento me lo sé de memoria, ya te diré por privado por qué, es de Ricardo Gascó.

Saludos!
 
Paisano, muy interesante tu cuento. Recuerdo que de niño mis abuelos (paterno y materno) eran muy dados a contarnos historias de tesoros de la revolución escondidos en casas, iglesias o fincas, todos abandonados (as).
Mi abuelo paterno era de Orizaba, Ver. Por lo que pocas historias le escuché.
Pero mi otro abuelo, tenía un repertorio muy amplio de historias de dinero y espantos, todas muy buenas y todas conocidas por los vecinos de la colonia donde vivian.
Punto aparte, hace como 20 años fué muy sonado un caso, en el que al derribar una vieja casa, muy centrica, aquí en Tampico. Los albañiles encontraron un pequeño lleno de centenarios, enterrado en la base de un excusado (WC), vaya un lugar irónico para esconder un tesoro. Nunca se supo cuantos centenarios y pocos pudieron dar fé del tamaño del cofre. Pero se armó un tremendo pleito entre el antigüo dueño y el comprador. Al final el fallo fué a favor del comprador.
Actualmente en ese lugar se encuentra un Hotel Holliday Inn. Es el que está en la avenida Hidalgo, lo menciono por si te ubicas. Toda esta historia, al menos superficialmente salio en el Sol de Tampíco (diario local).
¿Cuantas casas abandonadas tendran su tesoro? Creo que muy pocas.
Saludos y siguele escribiendo. Estas historia me recuerdan mucho a mi infancia. ;-)
 
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