T
TheFinalDaysOne
Novat@
Sin verificar
Hola a todos.
Como comenté en mi presentación, a finales de 1991 me encontraba en Moscú trabajando para un medio nacional en mi condición de periodista. Anoche una cadena de televisión emitió un programa sobre rusos que utilizó imágenes mías y de mi equipo, por supuesto sin citarnos. Las cosas son así en esta profesión.
Cubría entonces las últimas semanas del desmoronamiento final de la Unión Soviética. Yeltsin llevaba unos pocos meses en el poder y ya estaba tan desacreditado entre la gente como lo había estado Gorbachov.
Moscú vivía una indecible época de escasez de alimentos y recursos básicos de vida. Un gigantesco almacén estatal solo tenía tablas de lavar, unos zumos aguados y una especie de raíces que nunca supe muy bien qué eran.
Junto a colas de días bajo la nieve y el hielo de gente intentando hacerse con un bote de mayonesa para intercambiarlo por medio trozo de carne negruzca o un par de zapatitos de niño, las tiendas diplomáticas en que se pagaba en dólares reventaban de género al estilo de los comercios occidentales.
El invierno era terrible. Alguien había muerto en una estación de metro cuando se le había caído un salchichón a las vías y desesperado se había tirado a por él, segundos antes de que un convoy pasara por encima ambos, del salchichón y de su ya infortunado dueño.
La gente no entendía cómo un país que había ganado la guerra y que era una teórica superpotencia mundial vivía así. Una familia me llegó a pedir que sacara a su hija pequeña de ocho años de allí para que se criara en Occidente. Nos acababan de invitar a cenar. Con vodka en lugar de coca-cola, por supuesto. No permitieron que pagáramos ni un rublo por el homenaje.
Es en este ambiente en que compro los dos relojes que muestro. Adquirí otra serie de cosas que aún conservo también, entre ellas, una colección de posters soviéticos, otra de carteles presoviéticos y algunas alfombras.
No sé nada de relojes y mucho menos de relojes rusos. Pero entonces me parecieron curiosos y, obviamente, casi regalados, al menos para nosotros, que pagábamos con dólares.
Uno de ellos es un Raketa de 24 horas que aún conserva la forma de la muñeca del propietario ruso porque yo jamás me lo puse. De hecho, conserva unos pelillos alrededor de la corona que prefiero creer que son del brazo, salvo que las coronas de los relojes soviéticos llevaran esparto como las roscas de las tuberías antiguas.
He visto varios relojes de estos por esos internetes de Dios, pero nunca con la correa con su pequeño Gagarin. El compañero Pinon tiene una. Lo que no se tenga aquí, no existe, es obvio.
El otro es un Molnija 3602, con su espartana caja soviética de plástico y su factura en papel no menos soviético, ese papel basto y desvaído que se veía también en los libros cubanos y tal.
Han estado guardados hasta que caí por este sitio y me puse a aprender lo que pude sobre ellos porque ni sabía leer el cirílico de sus marcas.
Espero a partir de ahora conocer más sobre ellos, si tienen alguna particularidad concreta. Lo que sí puedo asegurar es que llegaron del frío, como el espía de Le Carré. Unos meses antes yo había estado en la ya ex República Democrática Alemana, saboreando el tan personal aroma soviético de sus calles agobiantes, mientras los turistas se hacían fotos en el Check Point Charlie, volvían a levantar un trozo de muro para los fotos y los BMW comenzaban a compartir con los Trabant la Karl-Marx-Allee. Pero esa es otra historia para otros relojes, supongo.
Creo que los objetos no surgen por generación espontánea, y que los coleccionistas deben conocer su historia en lo posible. Yo puedo contar la de estos dos tovarich, y así quiero transmitirla para quien le interese. Salieron como dos pequeños refugiados de aquel infierno y aquí siguen, con su aire anacrónico, mustio y desangelado, sin duda su gran atractivo, el atractivo de los perdedores, de los goliats derrotados.
Un saludo,
JM
Como comenté en mi presentación, a finales de 1991 me encontraba en Moscú trabajando para un medio nacional en mi condición de periodista. Anoche una cadena de televisión emitió un programa sobre rusos que utilizó imágenes mías y de mi equipo, por supuesto sin citarnos. Las cosas son así en esta profesión.
Cubría entonces las últimas semanas del desmoronamiento final de la Unión Soviética. Yeltsin llevaba unos pocos meses en el poder y ya estaba tan desacreditado entre la gente como lo había estado Gorbachov.
Moscú vivía una indecible época de escasez de alimentos y recursos básicos de vida. Un gigantesco almacén estatal solo tenía tablas de lavar, unos zumos aguados y una especie de raíces que nunca supe muy bien qué eran.
Junto a colas de días bajo la nieve y el hielo de gente intentando hacerse con un bote de mayonesa para intercambiarlo por medio trozo de carne negruzca o un par de zapatitos de niño, las tiendas diplomáticas en que se pagaba en dólares reventaban de género al estilo de los comercios occidentales.
El invierno era terrible. Alguien había muerto en una estación de metro cuando se le había caído un salchichón a las vías y desesperado se había tirado a por él, segundos antes de que un convoy pasara por encima ambos, del salchichón y de su ya infortunado dueño.
La gente no entendía cómo un país que había ganado la guerra y que era una teórica superpotencia mundial vivía así. Una familia me llegó a pedir que sacara a su hija pequeña de ocho años de allí para que se criara en Occidente. Nos acababan de invitar a cenar. Con vodka en lugar de coca-cola, por supuesto. No permitieron que pagáramos ni un rublo por el homenaje.
Es en este ambiente en que compro los dos relojes que muestro. Adquirí otra serie de cosas que aún conservo también, entre ellas, una colección de posters soviéticos, otra de carteles presoviéticos y algunas alfombras.
No sé nada de relojes y mucho menos de relojes rusos. Pero entonces me parecieron curiosos y, obviamente, casi regalados, al menos para nosotros, que pagábamos con dólares.
Uno de ellos es un Raketa de 24 horas que aún conserva la forma de la muñeca del propietario ruso porque yo jamás me lo puse. De hecho, conserva unos pelillos alrededor de la corona que prefiero creer que son del brazo, salvo que las coronas de los relojes soviéticos llevaran esparto como las roscas de las tuberías antiguas.
He visto varios relojes de estos por esos internetes de Dios, pero nunca con la correa con su pequeño Gagarin. El compañero Pinon tiene una. Lo que no se tenga aquí, no existe, es obvio.
El otro es un Molnija 3602, con su espartana caja soviética de plástico y su factura en papel no menos soviético, ese papel basto y desvaído que se veía también en los libros cubanos y tal.
Han estado guardados hasta que caí por este sitio y me puse a aprender lo que pude sobre ellos porque ni sabía leer el cirílico de sus marcas.
Espero a partir de ahora conocer más sobre ellos, si tienen alguna particularidad concreta. Lo que sí puedo asegurar es que llegaron del frío, como el espía de Le Carré. Unos meses antes yo había estado en la ya ex República Democrática Alemana, saboreando el tan personal aroma soviético de sus calles agobiantes, mientras los turistas se hacían fotos en el Check Point Charlie, volvían a levantar un trozo de muro para los fotos y los BMW comenzaban a compartir con los Trabant la Karl-Marx-Allee. Pero esa es otra historia para otros relojes, supongo.
Creo que los objetos no surgen por generación espontánea, y que los coleccionistas deben conocer su historia en lo posible. Yo puedo contar la de estos dos tovarich, y así quiero transmitirla para quien le interese. Salieron como dos pequeños refugiados de aquel infierno y aquí siguen, con su aire anacrónico, mustio y desangelado, sin duda su gran atractivo, el atractivo de los perdedores, de los goliats derrotados.
Un saludo,
JM
Archivos adjuntos
Última edición: