Alberto
Habitual
Sin verificar
Pues eso, me fascina la lectura, para mi finalizar un día de trabajo, es reconfortante saber que me dirigo con mi familia a mi hogar, me quito los zapatos y me leo una rica novela o un buen cuento.
Autores mexicanos, representantes de las corrientes costumbristas como Juan Rulfo o Juan de la Cabada son mis favoritos, abordan temas tan típicos y tan exquisitamente narrados, que es un deleite leerlos, a veces los viérnes, llegando a casa tomo mi libro y con una copa de vino tinto (Riojano... ) disfruto cada letra plasmada.
Me da por escribir y en fin, que en verdad me encantan las letras, y el motivo de este mensaje es para pedirles me recomienden un buen libro, que sea novela de preferencia, díganme el autor y el nombre, tal vez lo pueda conseguir en iberlibro.com o aquí en México, pero eso si, que sea español, no me recomienden a Cervantes Saavedra, que el Quijote sé que lo leeré cuando esté listo, y eso será cuando disponga de mucho tiempo y tranquilidad en mi vida, por el momento sé que no lo disfrutaría.
Les dejo un pequeño cuento que narré antiér, ojalá les agrade.
Gracias de antemano, reciban un saludo.
Alberto.
I
-Mire doña Justina que me resulta en todo, aquí mis paisanos no le saben bien que digamos, pero sépase que es un secretito que me tengo guardado, esto lo sé desde hace años ya, muchos, recuerdo que era niño y mis abuelos ya lo sabían, si señor, pero que más da, de cualquier modo ya se lo estoy diciendo y no es secreto entonces, ¿o si?-
Una silueta, una mujer baja, cara afilada y atenta, -pues como lo diga usted don Santiago, pero hágame favor de ayudarme, esta oscuro y mi guajolota no la encuentro y ya me preocupó-, la mano a la cabeza, se rasca inmediatamente don Santiago, -le digo doña, vea la luna, la guajolota fue a aparearse, hágame caso, solita llegará-
Respira hondo, la luz radiante ilumina su rostro cansado, enormes ojos profundos y cabellos en desorden, arrugas que marcan año con año, manos firmes y alargadas, -bueno, que pase usted buena noche, me voy por que tengo que madrugar para moler chiles y máiz en Santa María y bien que me queda lejos, Dios lo escuche por que ese animalito ya lo tengo apalabrado, le agradezco y ya váyase a descansar-.
-Ándele, que descanse Justina-, un rechinido, se cierra la puerta de la cerca, crujidos al paso de regreso a su aposento encalado, techo de teja marrón y tonalidades verdosas grisáceas, la luna zarca y enorme, la quietud embriagadora y los ruidos de la noche solemnes y apacibles.
Arrullo…
II
Luz, mucha luz, el viento entra en las comisuras de las ventanas de madera apolillada, un soplido constante y un golpeteo, la puerta de la cerca se azota incesantemente. El dolor recorre su espalda, lo entume, derrotado aún en cama, inmóvil y cansado. Santiago escucha ruidos, se levanta y sale, el ceño fruncido, ve a Justina llegar de Santa María al entrar a su aposento, -Justina, buen día-, una réplica, -buen día don Santiago-, -dígame Justina, ¿y la guajolota?, ¿en verdad que regresó?-, -fíjese que tiene razón Santiago-, respondió, -ahora tendrá usted unos polluelos ya verá, y es que cuando hace llena la luna, es cuando hay fertilidad entre los hijos de nuestro Señor, de eso recuerdo yo que mi abuela me platicaba y hasta cuando tiro carrizo para hacer mis canastas, lo tiro cuando hace llena la luna, y vea que me sale bien bueno y no se apolillan-
-Ándele Santiago, ahora venga a echarse un molito de olla, vea que traje unas calabacitas bien frescas de Santa María-, -le agradezco y le tomo la palabra, me verá usted en un rato más-. El cielo inmenso, el viento sobre la loma, arrastra una fina polvareda que cruza ambas casas, las gallinas buscan alimento, el pirul se menea suavemente y tira cientos de pequeñas flores dejando polen y hojarasca a su paso, se atoran en las telarañas entre las nopaleras, el ambiente flotante de flores, cálido y tibio, y adentro, el mole de olla con tiernas calabacitas y sabroso sazón, chiles verdes crujientes, cebolla fina y tortillas a mano con un tarro de agua fresca de granjenos, de esos bien colorados y dulces, pero que de poquito por que escaldan la boca, al final, cortan garambullos, los disfrutan, escupen la fina cáscara y así hasta saciarse.
Se hace tarde y Santiago platica con su vecina y amiga Justina, ambos solos, viudos, los hijos crecen y no regresan. La noche fresca y seca, y así ya bastantes años, bastantes días, atardeceres y anocheceres y de cada luna llena, Santiago tira carrizo, así no se apolilla dice y así las milpas y hasta los hijos, se conciben sanos en esa luminosidad azulosa, ténue y vigorosa. Se despiden, Santiago tropieza, casi cae, entra en su casa.
III
-¡¡Justinaaa!!-, un grito, un gemido, sale de prisa de la casa de enfrente, entra, Santiago en el suelo, -ayúdeme de favor, por andar esquivando mi carrizo para no resquebrajarlo vea, me ladeo y al suelo fui a dar-, -a ver, yo le extiendo la mano, venga-, le responde, -se me fue mi tajadera para cortar carrizo, hágame favor-, Justina se agacha, debajo del catre, un par de ollas llenas de monedas de plata, grandecitas y regordetas, toma el cuchillo, se incorpora y se lo entrega. Lo mira, calla, le agradecen, sale.
Cruza la cerca en medio de una polvareda.
IV
Santiago reposa en el corredor de Justina, la noche clara, la silla cómoda rechina, se quita el sombrero, se ventea el calor, voltea, Justina limpia frijol en una charola de madera, casi a ciegas, quita piedra por piedra y basura, de adentro el humo sale, silencioso, la leña cruje y el agua hierve en la olla. -Listo-, dice Justina, se levanta, dirigiéndose a la cocina le dice a Santiago, -me veré metiche Santiago, pero le recomiendo que guarde usted ese dinero que tiene debajo de su catre, ahí nomás por si a alguien se le ocurre entrar, mejor cuídelo, que bastantito le ha costado juntarlo-, se desaparece al entrar, su sombra se desliza al interior en el muro reflejada con la luz de la leña ardiente, naranja y amarillenta.
Santiago calla, murmura -ajá-, muerde una lima, sale Justina, se sienta a su lado, la brisa entra al corredor, las camelias se menean y los aretes tambalean como minúsculas campanas, el aroma es agradable, un silencio, -cuando lo vaya a ocupar Justina, disponga de él, esté yo o no esté-, ahora Justina calla, asienta la cabeza, situación incomoda, ya bastante cercanía, un grillo, cercano, armoniza el instante, de un rato, todo se olvida.
-Santiago venga a almorzar, traje menudo de Santa María-, el grito cruza la cerca en la mañana fresca, la niebla baja, apenas a la vista, allá lejos bajando la loma, se asoma la torre de la iglesia del pueblo. Santiago se medio asoma por la puerta, las manos polvorosas, -en un momento voy, ahí espéreme tantito-, Justina ve las manos, comprende, se da media vuelta, la puerta se cierra y se escuchan paladas y el suelo se cimbra.
Recuerda el par de regordetas.
V
Al tiempo, la soldadesca del general Obregón llega a Santa María, y así por un par de semanas, al salir del pueblo pasan por donde Santiago, irrumpen, sus hijos ahora bien conocidos por cristeros, sus enemigos dan con el padre, algunas horas en la noche con el, lo interrogan, lo acosan, lo maltratan. A la mañana siguiente, por primera vez en mucho tiempo, Justina almorzó sola, y así lo haría por el resto de su vida. De santiago, solo sabría que se había ido, sin saber a donde, simplemente lo ensillaron y partieron, jamás volvería.
De luna llena lloraba Justina, con profundo dolor comprendía su pérdida, pasó el tiempo y de luna llena se fue, se dice que salió y caminó loma arriba, rumbo a La Mesa, por ahí se fue para Tezontepec, ya no la vieron jamás y las regordetas, que habían reposado por corto tiempo enterradas debajo de la morada de Santiago, se fueron con Justina y así fue como tomó riendas de una nueva vida, ya nadie volvería a dar razón de ella en Santa María.
Aunque de cada domingo en plaza de Tezontepec, hay una viejecilla con ojos profundos y cara afilada vendiendo canastas de carrizo, aquella loca le llaman, que tira carrizo cuando hace llena la luna.
Pero que eso si… nunca se apolillarían.
Nunca.
Autores mexicanos, representantes de las corrientes costumbristas como Juan Rulfo o Juan de la Cabada son mis favoritos, abordan temas tan típicos y tan exquisitamente narrados, que es un deleite leerlos, a veces los viérnes, llegando a casa tomo mi libro y con una copa de vino tinto (Riojano... ) disfruto cada letra plasmada.
Me da por escribir y en fin, que en verdad me encantan las letras, y el motivo de este mensaje es para pedirles me recomienden un buen libro, que sea novela de preferencia, díganme el autor y el nombre, tal vez lo pueda conseguir en iberlibro.com o aquí en México, pero eso si, que sea español, no me recomienden a Cervantes Saavedra, que el Quijote sé que lo leeré cuando esté listo, y eso será cuando disponga de mucho tiempo y tranquilidad en mi vida, por el momento sé que no lo disfrutaría.
Les dejo un pequeño cuento que narré antiér, ojalá les agrade.
Gracias de antemano, reciban un saludo.
Alberto.
I
-Mire doña Justina que me resulta en todo, aquí mis paisanos no le saben bien que digamos, pero sépase que es un secretito que me tengo guardado, esto lo sé desde hace años ya, muchos, recuerdo que era niño y mis abuelos ya lo sabían, si señor, pero que más da, de cualquier modo ya se lo estoy diciendo y no es secreto entonces, ¿o si?-
Una silueta, una mujer baja, cara afilada y atenta, -pues como lo diga usted don Santiago, pero hágame favor de ayudarme, esta oscuro y mi guajolota no la encuentro y ya me preocupó-, la mano a la cabeza, se rasca inmediatamente don Santiago, -le digo doña, vea la luna, la guajolota fue a aparearse, hágame caso, solita llegará-
Respira hondo, la luz radiante ilumina su rostro cansado, enormes ojos profundos y cabellos en desorden, arrugas que marcan año con año, manos firmes y alargadas, -bueno, que pase usted buena noche, me voy por que tengo que madrugar para moler chiles y máiz en Santa María y bien que me queda lejos, Dios lo escuche por que ese animalito ya lo tengo apalabrado, le agradezco y ya váyase a descansar-.
-Ándele, que descanse Justina-, un rechinido, se cierra la puerta de la cerca, crujidos al paso de regreso a su aposento encalado, techo de teja marrón y tonalidades verdosas grisáceas, la luna zarca y enorme, la quietud embriagadora y los ruidos de la noche solemnes y apacibles.
Arrullo…
II
Luz, mucha luz, el viento entra en las comisuras de las ventanas de madera apolillada, un soplido constante y un golpeteo, la puerta de la cerca se azota incesantemente. El dolor recorre su espalda, lo entume, derrotado aún en cama, inmóvil y cansado. Santiago escucha ruidos, se levanta y sale, el ceño fruncido, ve a Justina llegar de Santa María al entrar a su aposento, -Justina, buen día-, una réplica, -buen día don Santiago-, -dígame Justina, ¿y la guajolota?, ¿en verdad que regresó?-, -fíjese que tiene razón Santiago-, respondió, -ahora tendrá usted unos polluelos ya verá, y es que cuando hace llena la luna, es cuando hay fertilidad entre los hijos de nuestro Señor, de eso recuerdo yo que mi abuela me platicaba y hasta cuando tiro carrizo para hacer mis canastas, lo tiro cuando hace llena la luna, y vea que me sale bien bueno y no se apolillan-
-Ándele Santiago, ahora venga a echarse un molito de olla, vea que traje unas calabacitas bien frescas de Santa María-, -le agradezco y le tomo la palabra, me verá usted en un rato más-. El cielo inmenso, el viento sobre la loma, arrastra una fina polvareda que cruza ambas casas, las gallinas buscan alimento, el pirul se menea suavemente y tira cientos de pequeñas flores dejando polen y hojarasca a su paso, se atoran en las telarañas entre las nopaleras, el ambiente flotante de flores, cálido y tibio, y adentro, el mole de olla con tiernas calabacitas y sabroso sazón, chiles verdes crujientes, cebolla fina y tortillas a mano con un tarro de agua fresca de granjenos, de esos bien colorados y dulces, pero que de poquito por que escaldan la boca, al final, cortan garambullos, los disfrutan, escupen la fina cáscara y así hasta saciarse.
Se hace tarde y Santiago platica con su vecina y amiga Justina, ambos solos, viudos, los hijos crecen y no regresan. La noche fresca y seca, y así ya bastantes años, bastantes días, atardeceres y anocheceres y de cada luna llena, Santiago tira carrizo, así no se apolilla dice y así las milpas y hasta los hijos, se conciben sanos en esa luminosidad azulosa, ténue y vigorosa. Se despiden, Santiago tropieza, casi cae, entra en su casa.
III
-¡¡Justinaaa!!-, un grito, un gemido, sale de prisa de la casa de enfrente, entra, Santiago en el suelo, -ayúdeme de favor, por andar esquivando mi carrizo para no resquebrajarlo vea, me ladeo y al suelo fui a dar-, -a ver, yo le extiendo la mano, venga-, le responde, -se me fue mi tajadera para cortar carrizo, hágame favor-, Justina se agacha, debajo del catre, un par de ollas llenas de monedas de plata, grandecitas y regordetas, toma el cuchillo, se incorpora y se lo entrega. Lo mira, calla, le agradecen, sale.
Cruza la cerca en medio de una polvareda.
IV
Santiago reposa en el corredor de Justina, la noche clara, la silla cómoda rechina, se quita el sombrero, se ventea el calor, voltea, Justina limpia frijol en una charola de madera, casi a ciegas, quita piedra por piedra y basura, de adentro el humo sale, silencioso, la leña cruje y el agua hierve en la olla. -Listo-, dice Justina, se levanta, dirigiéndose a la cocina le dice a Santiago, -me veré metiche Santiago, pero le recomiendo que guarde usted ese dinero que tiene debajo de su catre, ahí nomás por si a alguien se le ocurre entrar, mejor cuídelo, que bastantito le ha costado juntarlo-, se desaparece al entrar, su sombra se desliza al interior en el muro reflejada con la luz de la leña ardiente, naranja y amarillenta.
Santiago calla, murmura -ajá-, muerde una lima, sale Justina, se sienta a su lado, la brisa entra al corredor, las camelias se menean y los aretes tambalean como minúsculas campanas, el aroma es agradable, un silencio, -cuando lo vaya a ocupar Justina, disponga de él, esté yo o no esté-, ahora Justina calla, asienta la cabeza, situación incomoda, ya bastante cercanía, un grillo, cercano, armoniza el instante, de un rato, todo se olvida.
-Santiago venga a almorzar, traje menudo de Santa María-, el grito cruza la cerca en la mañana fresca, la niebla baja, apenas a la vista, allá lejos bajando la loma, se asoma la torre de la iglesia del pueblo. Santiago se medio asoma por la puerta, las manos polvorosas, -en un momento voy, ahí espéreme tantito-, Justina ve las manos, comprende, se da media vuelta, la puerta se cierra y se escuchan paladas y el suelo se cimbra.
Recuerda el par de regordetas.
V
Al tiempo, la soldadesca del general Obregón llega a Santa María, y así por un par de semanas, al salir del pueblo pasan por donde Santiago, irrumpen, sus hijos ahora bien conocidos por cristeros, sus enemigos dan con el padre, algunas horas en la noche con el, lo interrogan, lo acosan, lo maltratan. A la mañana siguiente, por primera vez en mucho tiempo, Justina almorzó sola, y así lo haría por el resto de su vida. De santiago, solo sabría que se había ido, sin saber a donde, simplemente lo ensillaron y partieron, jamás volvería.
De luna llena lloraba Justina, con profundo dolor comprendía su pérdida, pasó el tiempo y de luna llena se fue, se dice que salió y caminó loma arriba, rumbo a La Mesa, por ahí se fue para Tezontepec, ya no la vieron jamás y las regordetas, que habían reposado por corto tiempo enterradas debajo de la morada de Santiago, se fueron con Justina y así fue como tomó riendas de una nueva vida, ya nadie volvería a dar razón de ella en Santa María.
Aunque de cada domingo en plaza de Tezontepec, hay una viejecilla con ojos profundos y cara afilada vendiendo canastas de carrizo, aquella loca le llaman, que tira carrizo cuando hace llena la luna.
Pero que eso si… nunca se apolillarían.
Nunca.