tocino
Habitual
Sin verificar
Requiescat in pace (y olé).
Servidor tiene extraños pasatiempos, según dicen mis amigos y mis enemigos, que son los mismos: la cosa va a ratos. Uno de ellos es pasear por los cementerios, sobre todo por el de mi pueblo, ahora municipal y antes católico, que me pilla más cerca. Si alguien me preguntara el porqué de esta afición, vicio o trastorno le respondería que no lo sé; ni siquiera te puedes tomar un carajillo como Dios manda en la cantina. Los baños están muy limpios, eso sí.
Es cierto que la lectura de lápidas suele ser divertida. En una de ellas, aparece la leyenda “que lleves buen viaje” debajo del grabado de una Vespa y el nombre de una asociación de moteros. En otra, debajo de los versos esperables de Bécquer en semejante lugar, el autor ha querido dejar una huella de su saber y ha rematado con “Beker” (o “Becker”, ahora no me acuerdo) como autor. Otra presenta en el centro el escudo de un club de fútbol que juega (es un decir) ahora en segunda división y otrora en primera; el cachondeo de los difuntos de alrededor debe de ser de órdago. Algunas leyendas (pocas) son trágicas, otras (muchas) cómicas y la mayor parte, como ya se veía venir, ni fu ni fa.
Pero vayamos adonde quería ir. En uno de mis paseos matutinos, me encontré con un entierro que debía de ser de campanillas, porque se había reunido al menos un regimiento de acompañantes del difunto, familiares, amigos, algún enemigo, deudos...
Por alguna extraña razón que ahora se me escapa, reinaba un silencio absoluto, lo que me hizo pensar que serían todos extranjeros. Pero no. Cuando iban a introducir el ataúd en el nicho comenzó a sonar el bonito pasodoble que lleva por título “Paquito el ‘Chocolatero”, obra señera del maestro Gustavo Pascual Falcó, natural de Cocentaina, provincia de Alicante. Era un móvil, claro. La dueña del móvil no acertaba a encontrarlo en un bolso descomunal que le brotaba de un hombro y el trasto seguía sonando con impertinencia. Calló el loro un par de segundos y después volvió a sonar alegremente. Y entonces, se destacó de la muchedumbre el dueño de un descomunal garrote profusamente adornado con borlas y cueros y le sacudió un garrotazo de órdago a la buena mujer. Salí zumbando de allí por si había réplica, como en los terremotos y me alcanzaba algún cascote. No sé en qué acabaría el asunto “ni curé de lo saber”.
Cuento esto por si alguien quiere aportar algún caso parecido para añadirlo al “estupidario” nacional, si es que aún queda sitio en él.
Servidor tiene extraños pasatiempos, según dicen mis amigos y mis enemigos, que son los mismos: la cosa va a ratos. Uno de ellos es pasear por los cementerios, sobre todo por el de mi pueblo, ahora municipal y antes católico, que me pilla más cerca. Si alguien me preguntara el porqué de esta afición, vicio o trastorno le respondería que no lo sé; ni siquiera te puedes tomar un carajillo como Dios manda en la cantina. Los baños están muy limpios, eso sí.
Es cierto que la lectura de lápidas suele ser divertida. En una de ellas, aparece la leyenda “que lleves buen viaje” debajo del grabado de una Vespa y el nombre de una asociación de moteros. En otra, debajo de los versos esperables de Bécquer en semejante lugar, el autor ha querido dejar una huella de su saber y ha rematado con “Beker” (o “Becker”, ahora no me acuerdo) como autor. Otra presenta en el centro el escudo de un club de fútbol que juega (es un decir) ahora en segunda división y otrora en primera; el cachondeo de los difuntos de alrededor debe de ser de órdago. Algunas leyendas (pocas) son trágicas, otras (muchas) cómicas y la mayor parte, como ya se veía venir, ni fu ni fa.
Pero vayamos adonde quería ir. En uno de mis paseos matutinos, me encontré con un entierro que debía de ser de campanillas, porque se había reunido al menos un regimiento de acompañantes del difunto, familiares, amigos, algún enemigo, deudos...
Por alguna extraña razón que ahora se me escapa, reinaba un silencio absoluto, lo que me hizo pensar que serían todos extranjeros. Pero no. Cuando iban a introducir el ataúd en el nicho comenzó a sonar el bonito pasodoble que lleva por título “Paquito el ‘Chocolatero”, obra señera del maestro Gustavo Pascual Falcó, natural de Cocentaina, provincia de Alicante. Era un móvil, claro. La dueña del móvil no acertaba a encontrarlo en un bolso descomunal que le brotaba de un hombro y el trasto seguía sonando con impertinencia. Calló el loro un par de segundos y después volvió a sonar alegremente. Y entonces, se destacó de la muchedumbre el dueño de un descomunal garrote profusamente adornado con borlas y cueros y le sacudió un garrotazo de órdago a la buena mujer. Salí zumbando de allí por si había réplica, como en los terremotos y me alcanzaba algún cascote. No sé en qué acabaría el asunto “ni curé de lo saber”.
Cuento esto por si alguien quiere aportar algún caso parecido para añadirlo al “estupidario” nacional, si es que aún queda sitio en él.